Lunes 15 de diciembre de 2008
La crisis capitalista y el programa revolucionario
Con el desarrollo de la crisis capitalista y la recesión, se está gestando una nueva catástrofe que pondrá en riesgo la subsistencia de millones de trabajadores, campesinos pobres y oprimidos del mundo.
A la vez, la crisis está actuando como una gran reveladora de la naturaleza del capitalismo, exponiendo de forma abierta que es un sistema en profunda decadencia, en el que una ínfima minoría de la población compuesta por empresarios, banqueros y financistas, que concentran los principales medios de producción y de cambio, y tienen a su servicio el estado burgués, amasan fortunas inimaginables a partir de la explotación descarnada de miles de millones de seres humanos que sólo poseen su fuerza de trabajo. En épocas de prosperidad capitalista aumentan la tasa de explotación de sus esclavos asalariados, para aumentar sus ganancias, y en épocas de crisis arrojan a sus trabajadores al desempleo, la desesperación y el hambre para preservar su rentabilidad.
En este período histórico, el programa transicional estará cada vez más a la orden del día, no sólo como un instrumento de propaganda, sino como programa de acción, teniendo en cuenta las particularidades que tome la lucha de clases en los distintos países, el grado de maduración política del proletariado y el desarrollo de organizaciones obreras revolucionarias. Son momentos donde se hace aguda la contradicción entre las condiciones objetivas para la salida revolucionaria y el atraso en la conciencia política de las masas. El programa transicional es justamente un puente para que los explotados lleguen a la conclusión que es necesario luchar no por un remiendo del sistema capitalista sino porque los trabajadores se hagan del poder.
Obviamente no pretendemos que exista una fórmula única, adecuada a las variadas situaciones que enfrenta la clase obrera de los distintos países y regiones. Pero sí hay ciertas demandas que con la crisis tienden a ocupar un lugar central más o menos generalizadamente.
Como ocurre cada vez que declinan sus ganancias, los capitalistas recurren a los cierres o los despidos masivos y los recortes salariales, mientras piden a gritos la asistencia del Estado para salvar sus empresas de la bancarrota.
Los trabajadores no pueden permitir nuevamente que las patronales transformen a millones de obreros en desocupados crónicos, empujándolos a ellos y sus familias a una existencia miserable, mientras usan el fantasma del desempleo para aterrorizar a los trabajadores ocupados y bajarles el salario.
Ante esto planteamos la escala móvil del salario, es decir, su ajuste según la inflación y el reparto de las horas de trabajo entre todos los trabajadores disponibles, es decir la reducción de la jornada laboral sin afectar el salario.
Ante la amenaza de cierre de empresas, planteamos la apertura de los libros de contabilidad y la expropiación sin pago de toda empresa que cierre o despida y su puesta en funcionamiento bajo control y gestión obrera de la producción.
Los principales estados capitalistas están poniendo miles de millones de dólares y euros para el salvataje de los grandes bancos y la elite financiera, y a esto llaman “nacionalización”. Contra este fraude basado en una transferencia masiva de recursos hacia los capitalistas, es necesaria una verdadera nacionalización sin pago de la banca privada y el establecimiento de una banca estatal única bajo administración obrera, que concentre el sistema de créditos e inversión para ponerlo al servicio de los intereses de los trabajadores y el pueblo. Esto a su vez impedirá la fuga de capitales, sobre todo en los países semicoloniales, y la expropiación de los pequeños ahorristas por parte de los banqueros.
Esta medida debe ir acompañada por la nacionalización del comercio exterior para evitar la fuga de divisas, frecuentemente realizada en los países semicoloniales y dependientes bajo la forma de remesas de utilidades de las filiales de las corporaciones industriales y bancarias a sus casas matrices.
Es preciso exigir a los sindicatos que rompan su subordinación a las políticas capitalistas y levanten un programa obrero independiente, planteando la unidad de las filas de los trabajadores para unir ocupados con desocupados, efectivos con contratados. En los países imperialistas en particular hay que tomar la defensa de los inmigrantes, que son los primeros sobre los cuales se está descargando la crisis, exigiendo su regularización sin condiciones y el fin de todas las leyes anti inmigratorias. Como dicen en el Estado Español: “¡Nativa o extranjera, una misma clase obrera!”.
Los revolucionarios intervenimos en los sindicatos y luchamos porque éstos tengan una dirección clasista y combativa, pero los sindicatos, dirigidos por burocracias propatronales y cooptadas por el estado, organizan sólo a un sector de la clase trabajadora, generalmente a sus capas más altas, mientras que la gran mayoría no tiene ningún tipo de organización, lo que profundiza las divisiones en las filas obreras. Por eso, la actividad de los revolucionarios en las fábricas y empresas se dirige a la vez a impulsar organizaciones, como los comités de huelga, en momentos de lucha o los comités de fábrica, que agrupen a todos los sectores de los trabajadores. Los comités de fábrica electos por todos los trabajadores son organizaciones infinitamente más democráticas y al representar la totalidad de los obreros de una fábrica o establecimiento, constituyen un “contrapeso” o una suerte de “dualidad de poder” fabril frente al poder patronal.
Las luchas que se vienen plantearán también la necesidad de desarrollar órganos de frente único, que reúnan a los explotados independiente de su categoría profesional, del tipo de coordinadoras o consejos, que con su desarrollo se transformen en verdaderos embriones de poder obrero.
Las potencias imperialistas intentarán descargar su crisis sobre los pueblos oprimidos, sojuzgando aún más a los países semicoloniales para defender los intereses de sus grandes corporaciones nacionales. Además, Estados Unidos con el presidente Obama tratará de conseguir un triunfo de los aliados de la OTAN en Afganistán mientras que buscará retirarse de forma ordenada de Irak dejando un gobierno afín a los intereses norteamericanos Por ello, está planteado levantar la lucha por la expulsión de las tropas imperialistas de Irak, Afganistán y todo el Medio Oriente. Y en América Latina luchar por poner fin al bloqueo contra Cuba, por terminar con el Plan Colombia y contra la ocupación de Haití por las tropas de las MINUSTAH enviadas por los gobiernos de Lula, Kirchner, Bachelet y Tabaré Vazquez.
Los revolucionarios tenemos una profunda confianza que en el curso de las experiencias de la lucha de clases, nuestro programa se hará carne nuevamente en la vanguardia de trabajadores y de las masas populares y podrá mostrar una alternativa al conjunto de los explotados que permita, mediante la revolución social, hacer realidad la “expropiación de los expropiadores”, que es el único camino para terminar con la barbarie capitalista.
Es falso que las opciones por delante se reduzcan a la democracia liberal o al totalitarismo burocrático. En el siglo XX la clase obrera perfeccionó la obra iniciada durante la Comuna de París y sentó las bases sobre las cuales desarrollar la transición al socialismo: un nuevo estado con la más amplia democracia para los explotados y el despotismo sólo sobre una pequeña minoría de las clases explotadoras y la reacción imperialista. Sobre la liquidación del orden burgués, luchamos por establecer un estado de los trabajadores sobre la base de un régimen de consejos obreros, que garantice el pluralismo político a las organizaciones de los explotados y permita superar la “anarquía de la producción social” típica del capitalismo mediante la planificación democrática de la economía, introduciendo “la razón en la esfera de las relaciones económicas”.
Estamos frente a momentos donde el capitalismo se está deslegitimando a pasos acelerados y las ideas marxistas y la perspectiva del socialismo pueden transformarse en una referencia para millones, revirtiendo el clima ideológico reaccionario que se asentó luego del colapso de la Unión Soviética y los avances de la restauración capitalista.
El trotskismo fue la única corriente que combatió sistemáticamente contra el stalinismo que había expropiado la Revolución de Octubre de 1917, liquidando el régimen de los soviets y reemplazándolo por un régimen totalitario y burocrático. Contra el socialismo en un solo país, la degeneración del estado obrero soviético y el régimen de partido único al servicio de mantener los privilegios de la casta gubernamental, que, como quedó demostrado, en última instancia conduciría a la restauración capitalista, Trotsky sostuvo la necesidad de una revolución política en la Unión Soviética que derrocara a la burocracia, regenerara las bases revolucionarias del estado obrero, los soviets, la planificación democrática de la economía, estableciera un régimen basado en el pluripartidismo soviético y recuperara la lucha por la revolución internacional. Por eso sostenemos que el trotskismo es el único marxismo verdaderamente revolucionario de nuestros días.
Fracción Trotskista - Cuarta Internacional, diciembre de 2008
En sólo unos meses la crisis financiera originada en el estallido de la burbuja inmobiliaria y crediticia norteamericana, se ha transformado en la peor crisis de la economía capitalista desde el crack de 1929 y la Gran Depresión de la década de 1930.
Las medidas tomadas por los estados capitalistas para tratar de contener la crisis hablan por sí mismas de su magnitud. No todos los días el parlamento norteamericano resuelve destinar U$S 700.000 millones para tratar de evitar la quiebra bancaria ni los principales estados europeos comprometen para el mismo fin nada más y nada menos que 1,9 billones de euros. Pero pese a la magnitud de los fondos involucrados nada indica que serán suficientes para contener la debacle, como lo prueba la vuelta atrás que el gobierno Bush tuvo que dar con la propuesta de adquirir los llamados “activos tóxicos” (deudas incobrables) de los bancos.
Las consecuencias políticas de esta crisis ya se han comenzado a ver en el amplio triunfo electoral de Barack Obama que se transformó en el primer presidente afroamericano de la principal potencia imperialista. Mientras para amplios sectores de la burguesía imperialista estadounidense Obama es la opción más favorable para tratar de relegitimar a los EE.UU. internacionalmente y para conservar el rol de contención que históricamente ha jugado el Partido Demócrata ante una eventual agudización de la lucha de clases, entre los factores que llevaron masivamente a jóvenes, trabajadores, afroamericanos y demás minorías oprimidas a votar por el candidato demócrata están sin duda la recesión de la economía y el pantano en el que se encuentran las guerras de Irak y Afganistán.
Sin embargo, luego de las elecciones la situación económica internacional ha continuado deteriorándose, con el avance de la recesión en EE.UU. y los países de la Eurozona y la desaceleración de la economía china que llevaron a nuevas caídas bursátiles.
Las medidas tomadas por los estados capitalistas para tratar de contener la crisis hablan por sí mismas de su magnitud. No todos los días el parlamento norteamericano resuelve destinar U$S 700.000 millones para tratar de evitar la quiebra bancaria ni los principales estados europeos comprometen para el mismo fin nada más y nada menos que 1,9 billones de euros. Pero pese a la magnitud de los fondos involucrados nada indica que serán suficientes para contener la debacle, como lo prueba la vuelta atrás que el gobierno Bush tuvo que dar con la propuesta de adquirir los llamados “activos tóxicos” (deudas incobrables) de los bancos.
Las consecuencias políticas de esta crisis ya se han comenzado a ver en el amplio triunfo electoral de Barack Obama que se transformó en el primer presidente afroamericano de la principal potencia imperialista. Mientras para amplios sectores de la burguesía imperialista estadounidense Obama es la opción más favorable para tratar de relegitimar a los EE.UU. internacionalmente y para conservar el rol de contención que históricamente ha jugado el Partido Demócrata ante una eventual agudización de la lucha de clases, entre los factores que llevaron masivamente a jóvenes, trabajadores, afroamericanos y demás minorías oprimidas a votar por el candidato demócrata están sin duda la recesión de la economía y el pantano en el que se encuentran las guerras de Irak y Afganistán.
Sin embargo, luego de las elecciones la situación económica internacional ha continuado deteriorándose, con el avance de la recesión en EE.UU. y los países de la Eurozona y la desaceleración de la economía china que llevaron a nuevas caídas bursátiles.
Una crisis de magnitud histórica
La caída estrepitosa de las bolsas del mundo con la consecuente desvalorización de las acciones de las principales corporaciones, ya implicó una gran destrucción de capital. Según los datos de mediados de octubre se habrían evaporado de los mercados de valores internacionales alrededor de 27 billones de dólares. Si bien la crisis comenzó en julio/agosto de 2007 con la debacle del mercado de las hipotecas “subprime” en EE.UU., el colapso de Lehman Brothers seguido de la quiebra de la principal aseguradora AIG a mediados de septiembre de 2008 (que llevó a la nacionalización de esta última) disparó una espiral de caídas bursátiles, crisis monetarias, encarecimiento y escasez del crédito interbancario. Esta falta de crédito amenazó con paralizar el funcionamiento del sistema capitalista y obligó a los gobiernos de las principales potencias a intervenir decisivamente para tratar de restaurar al menos el crédito interbancario.
Durante el período “neoliberal” el capitalismo tuvo varias crisis -crack de Wall Street en 1987; fin de la “burbuja” inmobiliaria japonesa en 1990; crisis del sistema monetario europeo en 1992; México en 1994; Indonesia y el sudeste asiático en 1997; Rusia en 1998; brusca devaluación en Brasil en 1999; crisis de las “punto com” y recesión en EE.UU. en 2001; crack de la economía argentina a fines de ese mismo año-, pero ninguna tuvo la magnitud ni los alcances de la actual. La crisis que hoy estamos presenciando está originada en el corazón del sistema capitalista mundial, Estados Unidos, y desde allí se extendió como una mancha venenosa al resto del mundo, golpeando seriamente a la Unión Europea, Japón, Rusia y los países de la periferia capitalista.
El impacto está siendo particularmente serio en la “eurozona” y está dejando al descubierto que tras el proyecto de la Unión Europea y la moneda común siguen actuando los intereses de cada uno de los estados nacionales que la componen. Esto explica lo tortuoso -debido en gran parte a las reticencias de Alemania- que fue llegar al acuerdo que finalmente alcanzaron los principales países de la Unión a mediados de octubre, en el que cada estado de los 15 que componen el corazón de la UE se comprometen a emprender una acción coordinada ante la crisis para intentar no dejar caer ningún banco. Este acuerdo, sin embargo, no implica un fondo común anticrisis, como al comienzo había reclamado el presidente francés Sarkozy, sino que se limita a que cada país se encargará de garantizar los préstamos interbancarios dentro de sus propias fronteras, pero sin que ningún gobierno garantice el dinero prestado a los bancos vecinos.
Esta crisis puede llegar a poner en cuestión el propio proyecto de la Unión Europea, y ya ha sido un golpe para los que sostenían que era posible avanzar en forma armónica hacia una mayor integración del “viejo continente”. Esto para los marxistas no es una sorpresa: el capitalismo es un sistema basado en la competencia. A nivel internacional las potencias imperialistas compiten y defienden los intereses de sus propias corporaciones, lo que se exacerba en momentos de crisis como el que estamos viviendo. De ahí que si por un lado hay presiones para tomar medidas comunes defensivas de la UE frente a las otras grandes potencias, por otro cada estado enfrenta problemas particulares cuyo intento de resolución choca con las necesidades de sus vecinos. Además los capitales más poderosos a escala europea no ven con malos ojos el hundimiento de sus competidores más débiles.
A la crisis del mercado inmobiliario en varios países y a las caídas de los grandes bancos de inversión y de las bolsas le siguió una serie de crisis monetarias que está afectando principalmente a los países denominados “emergentes”, categoría vaga que se refiere a los países atrasados y semicoloniales, en los que se expresa en la depreciación de las monedas locales con respecto al dólar, y ha llevado a una fuerte revaluación del yen obligando al gobierno japonés a intervenir para frenar la tendencia ascendente de su moneda.
A estos se suman los países de Europa del este que habían sido presentados como modelos exitosos de la restauración capitalista, como Hungría, que demostró la debilidad de su economía expuesta a la crisis internacional. Ucrania también solicitó financiamiento al FMI que ha dispuesto de un fondo especial para asistencia a países en crisis, a cambio de la implementación de programas de ajuste económico. Sin embargo, el FMI no tiene el dinero suficiente para intervenir como lo hacía en la década del ’90, ya que Estados Unidos ha recortado el financiamiento de esa institución y los anuncios de distintos países de poner nuevos fondos a su disposición (como Japón que prometió U$S 100.000 millones) son completamente insuficientes ante la amplitud de la debacle. Urgida por la crisis, la cumbre del llamado “G 20”, realizada en Washington a mediados de noviembre, planteó la “necesidad de reformar el FMI y el Banco Mundial” y de establecer nuevos controles sobre los bancos y el sistema financiero internacional, pero hasta el momento los cambios anunciados no pasan de una enumeración de intenciones aceptadas a regañadientes por los Estados Unidos.
Con el desarrollo de la crisis también está cayendo el mito de que la economía china y otras economías importantes de la periferia capitalista podían “desacoplarse” de la crisis.
El crecimiento sostenido de la economía china durante los últimos 20 años llevó a muchos analistas, tanto burgueses como dentro de la izquierda, a considerar que este país podía actuar como motor de la economía internacional, en reemplazo de Estados Unidos. Pero los números revelan que China sigue siendo un país económicamente dependiente y que no tiene la capacidad de actuar como una gran potencia: ocupa la posición número 100 en términos de ingreso per cápita y representa sólo un 6% de la economía global. Ajustando su producción a la paridad de poder adquisitivo, su economía sólo equivale al 10% de la mundial. Con 1300 millones de habitantes consumió en 2007 alrededor de 1,2 billones de dólares mientras EE.UU., con una población de 300 millones, consumió en el mismo período un total de 9,7 billones. Y la productividad del trabajo de la economía china es muy inferior a la estadounidense, la japonesa o a la de las principales economías europeas. Como ocurre con todo el mundo, China ya está siendo golpeada por la crisis, su economía se está desacelerando y la bolsa de Shangai perdió un 60% de su valor.
Ante esta situación, el gobierno chino anunció un plan de inversiones públicas de U$S 588.000 millones en los próximos años, destinado a proyectos de infraestructura, reducir impuestos, aliviar requisitos de préstamos bancarios y disponer de fondos para ayuda social a desocupados. Pero este plan, como el resto de los rescates dispuestos por otros países no podrá evitar la desaceleración económica.
China, que destina altos porcentajes de su producción al mercado estadounidense, enfrenta la posibilidad de una crisis de sobreproducción. Según algunos informes periodísticos, están cerrando miles de fábricas cuyos dueños huyen dejando salarios y deudas impagas. Esta situación está empezando a dar lugar a un creciente número de protestas obreras que se suman a las de campesinos y otros sectores sociales. Esto significa que la crisis económica puede transformarse en una crisis política del régimen y lleve al resurgir de la lucha de clases en la mayor concentración proletaria del mundo.
En el caso de América latina, sus gobiernos plantearon inicialmente que se salvarían de la crisis debido a la aparente “solidez” de las reservas de los Bancos Centrales.
Pero el desplome de las bolsas regionales, la fuga de capitales y la devaluación de las monedas locales, rápidamente dejaron sin sustento esos argumentos.
Brasil, que venía siendo la “economía estrella” de la región y tenía alta calificación crediticia por parte de las agencias imperialistas, fue uno de los más golpeados, dejando en evidencia su dependencia del capital financiero internacional. Por su peso en la economía regional y en el Mercosur, la devaluación de su moneda y eventualmente la reducción del consumo interno, tendrá enormes repercusiones en las economías del resto de los países de la región y está provocando una cierta división en el gobierno sobre cómo responder a la crisis.
El fin del ciclo de crecimiento que vivió América Latina en los últimos cinco años ya es un hecho, como muestran la caída sostenida de los precios de las materias primas -principalmente petróleo y la soja-, el encarecimiento del crédito, la retirada de capitales, los planes de recorte de la producción en ramas industriales, entre otros elementos, aunque aún no se puede decir con precisión cuáles terminarán siendo las consecuencias concretas de la crisis internacional en la región. Ahora está claro que ningún país va a poder mantenerse al margen de los efectos de esta crisis que se ha transformado en verdaderamente global.
En este escenario, propuestas como la de los intelectuales agrupados en la "Declaración de Caracas" que plantean el fortalecimiento del ALBA y del Banco del Sur, nuevas instituciones económicas reguladas y un acuerdo monetario latinoamericano para hacerle frente a la crisis, resultan completamente utópicas. Estos proyectos que ni siquiera pudieron ser puestos seriamente en pie durante el periodo anterior de crecimiento económico, ante los primeros síntomas de la crisis en la región quedan directamente sin ningún fundamento sólido. Más que avanzar en un proyecto coordinado, los distintos países ya están dando muestras de defender los negocios de sus propias burguesías, donde el ejemplo más brutal lo dio Brasil en la defensa de los intereses de Oderbrecht y Petrobras durante las negociaciones con Ecuador o la abierta defensa de la patronal sojera brasilera que es el principal terrateniente en Paraguay e incluyó una serie de ejercicios militares del ejército brasilero en la frontera con ese país y en la represa de Itaipú para dejarle en claro al recién asumido Lugo que no va a permitir que toquen sus intereses.
La caída estrepitosa de las bolsas del mundo con la consecuente desvalorización de las acciones de las principales corporaciones, ya implicó una gran destrucción de capital. Según los datos de mediados de octubre se habrían evaporado de los mercados de valores internacionales alrededor de 27 billones de dólares. Si bien la crisis comenzó en julio/agosto de 2007 con la debacle del mercado de las hipotecas “subprime” en EE.UU., el colapso de Lehman Brothers seguido de la quiebra de la principal aseguradora AIG a mediados de septiembre de 2008 (que llevó a la nacionalización de esta última) disparó una espiral de caídas bursátiles, crisis monetarias, encarecimiento y escasez del crédito interbancario. Esta falta de crédito amenazó con paralizar el funcionamiento del sistema capitalista y obligó a los gobiernos de las principales potencias a intervenir decisivamente para tratar de restaurar al menos el crédito interbancario.
Durante el período “neoliberal” el capitalismo tuvo varias crisis -crack de Wall Street en 1987; fin de la “burbuja” inmobiliaria japonesa en 1990; crisis del sistema monetario europeo en 1992; México en 1994; Indonesia y el sudeste asiático en 1997; Rusia en 1998; brusca devaluación en Brasil en 1999; crisis de las “punto com” y recesión en EE.UU. en 2001; crack de la economía argentina a fines de ese mismo año-, pero ninguna tuvo la magnitud ni los alcances de la actual. La crisis que hoy estamos presenciando está originada en el corazón del sistema capitalista mundial, Estados Unidos, y desde allí se extendió como una mancha venenosa al resto del mundo, golpeando seriamente a la Unión Europea, Japón, Rusia y los países de la periferia capitalista.
El impacto está siendo particularmente serio en la “eurozona” y está dejando al descubierto que tras el proyecto de la Unión Europea y la moneda común siguen actuando los intereses de cada uno de los estados nacionales que la componen. Esto explica lo tortuoso -debido en gran parte a las reticencias de Alemania- que fue llegar al acuerdo que finalmente alcanzaron los principales países de la Unión a mediados de octubre, en el que cada estado de los 15 que componen el corazón de la UE se comprometen a emprender una acción coordinada ante la crisis para intentar no dejar caer ningún banco. Este acuerdo, sin embargo, no implica un fondo común anticrisis, como al comienzo había reclamado el presidente francés Sarkozy, sino que se limita a que cada país se encargará de garantizar los préstamos interbancarios dentro de sus propias fronteras, pero sin que ningún gobierno garantice el dinero prestado a los bancos vecinos.
Esta crisis puede llegar a poner en cuestión el propio proyecto de la Unión Europea, y ya ha sido un golpe para los que sostenían que era posible avanzar en forma armónica hacia una mayor integración del “viejo continente”. Esto para los marxistas no es una sorpresa: el capitalismo es un sistema basado en la competencia. A nivel internacional las potencias imperialistas compiten y defienden los intereses de sus propias corporaciones, lo que se exacerba en momentos de crisis como el que estamos viviendo. De ahí que si por un lado hay presiones para tomar medidas comunes defensivas de la UE frente a las otras grandes potencias, por otro cada estado enfrenta problemas particulares cuyo intento de resolución choca con las necesidades de sus vecinos. Además los capitales más poderosos a escala europea no ven con malos ojos el hundimiento de sus competidores más débiles.
A la crisis del mercado inmobiliario en varios países y a las caídas de los grandes bancos de inversión y de las bolsas le siguió una serie de crisis monetarias que está afectando principalmente a los países denominados “emergentes”, categoría vaga que se refiere a los países atrasados y semicoloniales, en los que se expresa en la depreciación de las monedas locales con respecto al dólar, y ha llevado a una fuerte revaluación del yen obligando al gobierno japonés a intervenir para frenar la tendencia ascendente de su moneda.
A estos se suman los países de Europa del este que habían sido presentados como modelos exitosos de la restauración capitalista, como Hungría, que demostró la debilidad de su economía expuesta a la crisis internacional. Ucrania también solicitó financiamiento al FMI que ha dispuesto de un fondo especial para asistencia a países en crisis, a cambio de la implementación de programas de ajuste económico. Sin embargo, el FMI no tiene el dinero suficiente para intervenir como lo hacía en la década del ’90, ya que Estados Unidos ha recortado el financiamiento de esa institución y los anuncios de distintos países de poner nuevos fondos a su disposición (como Japón que prometió U$S 100.000 millones) son completamente insuficientes ante la amplitud de la debacle. Urgida por la crisis, la cumbre del llamado “G 20”, realizada en Washington a mediados de noviembre, planteó la “necesidad de reformar el FMI y el Banco Mundial” y de establecer nuevos controles sobre los bancos y el sistema financiero internacional, pero hasta el momento los cambios anunciados no pasan de una enumeración de intenciones aceptadas a regañadientes por los Estados Unidos.
Con el desarrollo de la crisis también está cayendo el mito de que la economía china y otras economías importantes de la periferia capitalista podían “desacoplarse” de la crisis.
El crecimiento sostenido de la economía china durante los últimos 20 años llevó a muchos analistas, tanto burgueses como dentro de la izquierda, a considerar que este país podía actuar como motor de la economía internacional, en reemplazo de Estados Unidos. Pero los números revelan que China sigue siendo un país económicamente dependiente y que no tiene la capacidad de actuar como una gran potencia: ocupa la posición número 100 en términos de ingreso per cápita y representa sólo un 6% de la economía global. Ajustando su producción a la paridad de poder adquisitivo, su economía sólo equivale al 10% de la mundial. Con 1300 millones de habitantes consumió en 2007 alrededor de 1,2 billones de dólares mientras EE.UU., con una población de 300 millones, consumió en el mismo período un total de 9,7 billones. Y la productividad del trabajo de la economía china es muy inferior a la estadounidense, la japonesa o a la de las principales economías europeas. Como ocurre con todo el mundo, China ya está siendo golpeada por la crisis, su economía se está desacelerando y la bolsa de Shangai perdió un 60% de su valor.
Ante esta situación, el gobierno chino anunció un plan de inversiones públicas de U$S 588.000 millones en los próximos años, destinado a proyectos de infraestructura, reducir impuestos, aliviar requisitos de préstamos bancarios y disponer de fondos para ayuda social a desocupados. Pero este plan, como el resto de los rescates dispuestos por otros países no podrá evitar la desaceleración económica.
China, que destina altos porcentajes de su producción al mercado estadounidense, enfrenta la posibilidad de una crisis de sobreproducción. Según algunos informes periodísticos, están cerrando miles de fábricas cuyos dueños huyen dejando salarios y deudas impagas. Esta situación está empezando a dar lugar a un creciente número de protestas obreras que se suman a las de campesinos y otros sectores sociales. Esto significa que la crisis económica puede transformarse en una crisis política del régimen y lleve al resurgir de la lucha de clases en la mayor concentración proletaria del mundo.
En el caso de América latina, sus gobiernos plantearon inicialmente que se salvarían de la crisis debido a la aparente “solidez” de las reservas de los Bancos Centrales.
Pero el desplome de las bolsas regionales, la fuga de capitales y la devaluación de las monedas locales, rápidamente dejaron sin sustento esos argumentos.
Brasil, que venía siendo la “economía estrella” de la región y tenía alta calificación crediticia por parte de las agencias imperialistas, fue uno de los más golpeados, dejando en evidencia su dependencia del capital financiero internacional. Por su peso en la economía regional y en el Mercosur, la devaluación de su moneda y eventualmente la reducción del consumo interno, tendrá enormes repercusiones en las economías del resto de los países de la región y está provocando una cierta división en el gobierno sobre cómo responder a la crisis.
El fin del ciclo de crecimiento que vivió América Latina en los últimos cinco años ya es un hecho, como muestran la caída sostenida de los precios de las materias primas -principalmente petróleo y la soja-, el encarecimiento del crédito, la retirada de capitales, los planes de recorte de la producción en ramas industriales, entre otros elementos, aunque aún no se puede decir con precisión cuáles terminarán siendo las consecuencias concretas de la crisis internacional en la región. Ahora está claro que ningún país va a poder mantenerse al margen de los efectos de esta crisis que se ha transformado en verdaderamente global.
En este escenario, propuestas como la de los intelectuales agrupados en la "Declaración de Caracas" que plantean el fortalecimiento del ALBA y del Banco del Sur, nuevas instituciones económicas reguladas y un acuerdo monetario latinoamericano para hacerle frente a la crisis, resultan completamente utópicas. Estos proyectos que ni siquiera pudieron ser puestos seriamente en pie durante el periodo anterior de crecimiento económico, ante los primeros síntomas de la crisis en la región quedan directamente sin ningún fundamento sólido. Más que avanzar en un proyecto coordinado, los distintos países ya están dando muestras de defender los negocios de sus propias burguesías, donde el ejemplo más brutal lo dio Brasil en la defensa de los intereses de Oderbrecht y Petrobras durante las negociaciones con Ecuador o la abierta defensa de la patronal sojera brasilera que es el principal terrateniente en Paraguay e incluyó una serie de ejercicios militares del ejército brasilero en la frontera con ese país y en la represa de Itaipú para dejarle en claro al recién asumido Lugo que no va a permitir que toquen sus intereses.
Los límites de la intervención estatal
Ante la perspectiva de un colapso general de todo el sistema financiero, que se acercó peligrosamente a la realidad a fines de septiembre, y el fracaso de las políticas tradicionales de la Reserva Federal norteamericana, los gobiernos de los países capitalistas avanzados votaron la utilización de sumas millonarias de dinero público, para evitar el colapso del sistema financiero y bancario.
En Estados Unidos, luego de una primera votación negativa debido al rechazo de la mayoría del Partido Republicano al plan de su propio gobierno ingeniado por el secretario del Tesoro, Henry Paulson, el Congreso aprobó el paquete de rescate de 700.000 millones de dólares. El plan original de Paulson, un escrito de apenas dos páginas, se limitaba a borrar con dinero público las malas deudas, o “activos tóxicos” contaminados con los créditos hipotecarios incobrables, de los balances de los principales bancos de inversión. Este proyecto sufrió modificaciones importantes y el texto aprobado en el Congreso se amplió a más de 450 carillas. Como parte de este plan, Paulson presentó a los directivos de los 9 bancos principales del país, un plan basado en la adquisición por parte del Estado de acciones preferenciales de los bancos a cambio de la inyección inicial de 250.000 millones de dólares de fondos públicos. El 12 de noviembre el plan tuvo una nueva vuelta de tuerca, con el anuncio de Paulson de dejar sin efecto la propuesta de adquisición estatal de los activos incobrables de los bancos.
El gobierno de Bush lanzó inicialmente su plan después que las potencias europeas, siguiendo el ejemplo británico, resolvieran un amplio plan de asistencia para sus bancos en problemas: Alemania, 460 mil millones de euros, Francia, 360 mil millones, Holanda 200.000 millones, España y Austria 100.000 millones, que junto a lo anunciado por Gran Bretaña suman 1,9 billones de dólares.
La utilización de fondos estatales para salvar al capitalismo en momentos de crisis de ninguna manera implica una “medida socialista”, como ironizaron algunos partidarios acérrimos del libre mercado, sino que confirma sencillamente que los gobiernos capitalistas defienden los intereses de la clase en cuyo nombre gobiernan. El plan de Paulson y el de sus colegas europeos, ni siquiera constituyen una “nacionalización” de la banca a la vieja usanza de los gobiernos burgueses de la segunda posguerra. El gobierno de Bush se encargó de aclarar que permanecerá como un “inversor pasivo”, es decir, no ocupará ningún sitio en el directorio de los bancos, ni percibirá los dividendos que le corresponderían en caso de que los bancos se recuperen. A su vez, los bancos no están obligados a utilizar el dinero recibido para emitir nuevos créditos o para renegociar las hipotecas con los deudores que están a punto de perder su vivienda. Permanecen en sus cargos los ejecutivos que se han llevado millones en los últimos años y se siguen pagando los dividendos a los grandes accionistas.
Esta inyección masiva de capital se ha transformado en la principal intervención estatal en la economía desde la crisis de los ’30. La consecuencia lógica será el aumento de las deudas de los estados, una confiscación de los ingresos populares y una hipoteca millonaria sobre las generaciones futuras.
En el caso de Estados Unidos, el paquete del rescate aumentará sideralmente la deuda estatal. Algunos anuncian que su déficit podría llegar al 10% de su PBI, lo que dejaría al estado norteamericano en las puertas del default.
Sin embargo, estos cientos de miles de millones de dólares, aunque contuvieron momentáneamente la perspectiva de un colapso del sistema financiero internacional, no han sido suficientes para revertir la tendencia a la baja de las bolsas ni mucho menos evitar una recesión generalizada, que es lo que está detrás del “pánico de los mercados” y la volatilidad de las bolsas.
La crisis financiera ha comenzado a afectar lo que vulgarmente se ha llamado la “economía real”, es decir la esfera de la producción y las firmas no financieras, mostrando la estupidez de pretender que ambos aspectos de una única realidad capitalista pueden independizarse. Casi sin excepción las principales empresas capitalistas -desde Sony y Samsung hasta Microsoft- han anunciado bajas en sus ventas y sus ganancias. Las tres grandes automotrices, General Motors, Chrysler y Ford, emblemas del capitalismo norteamericano están en una profunda crisis y a la espera de un paquete de ayuda estatal para tratar de mantenerse a flote.
Según los datos del mes de octubre, la economía china ya ha comenzado a desacelerarse y las previsiones indican que el crecimiento estimado sería en este país el más bajo desde 2003.
La situación de la economía norteamericana es alarmante. Los datos del Departamento de Comercio de Estados Unidos dados a conocer a fines de octubre indican que el crecimiento económico declinó a una tasa anualizada de 0,3% en el tercer trimestre del año. Según la interpretación de estas cifras, incluso si la contracción no fue más pronunciada se debió a la acción de dos factores coyunturales: una importante suba de las exportaciones, favorecidas durante ese trimestre por una depreciación momentánea del dólar, que ya se ha disipado, y un aumento de los gastos del gobierno, esencialmente en defensa.
La tendencia recesiva se muestra también en la caída del consumo, que descendió un 3,2 %, la primera contracción desde 1991 y la más importante desde 1980.
A su vez, continúa la deflación en los precios de las viviendas, haciendo que cada vez más las hipotecas contraídas tengan un valor mayor que la vivienda. Esto está empeorando la falta de pago y se calcula que a la fecha unos cuatro millones de viviendas entrarían en ejecución, lo que se suma a la gran cantidad ya existente de viviendas invendibles.
El otro indicador es la pérdida 2.000.000 de puestos de trabajo durante el último año, la mitad de los cuales se concentró en septiembre, octubre y noviembre. La tasa de desempleo promedio trepó al 6,7% pero el propio Departamento de Trabajo de Estados Unidos reconoce que ya alcanzaría al 11% real si se contaran los 5 millones de trabajadores que han dejado de buscar empleo.
Junto con la contracción de la economía norteamericana, el fenómeno recesivo también afecta a la economía japonesa y a la eurozona, que tomada en su conjunto anunció a mediados de noviembre que vive esta situación por primera vez desde su constitución como tal. Tomadas individualmente, Alemania, Francia, España e Italia, ya están en recesión al igual que Gran Bretaña, a lo que debemos sumar países europeos medianos como Irlanda, la crisis en Grecia y la bancarrota del sistema bancario en Islandia.
Partiendo del hecho de que, por primera vez desde 1973, las principales economías capitalistas entrarán en recesión conjuntamente, los pronósticos coinciden en que, de mínima, esta caída será profunda y que podría durar varios años. Las perspectivas de la crisis son sombrías y van desde considerar la posibilidad de una recesión profunda y duradera seguida de una recuperación débil, hasta un estancamiento “a la japonesa”, es decir, una economía planchada por más de una década. Incluso está inscripto entre las posibilidades abiertas por la crisis que vayamos hacia una depresión económica global, con contracciones significativas del producto bruto de los principales países y dislocamiento del comercio mundial, similares a las de la década de la Gran Depresión.
Esta situación de la economía ya está provocando importantes crisis políticas y se están comenzando a ver sus efectos sociales, con despidos, recortes salariales, pérdida de viviendas y pobreza. Sin dudas, es una situación que dará lugar a nuevos fenómenos políticos y de la lucha de clases.
En Estados Unidos, luego de una primera votación negativa debido al rechazo de la mayoría del Partido Republicano al plan de su propio gobierno ingeniado por el secretario del Tesoro, Henry Paulson, el Congreso aprobó el paquete de rescate de 700.000 millones de dólares. El plan original de Paulson, un escrito de apenas dos páginas, se limitaba a borrar con dinero público las malas deudas, o “activos tóxicos” contaminados con los créditos hipotecarios incobrables, de los balances de los principales bancos de inversión. Este proyecto sufrió modificaciones importantes y el texto aprobado en el Congreso se amplió a más de 450 carillas. Como parte de este plan, Paulson presentó a los directivos de los 9 bancos principales del país, un plan basado en la adquisición por parte del Estado de acciones preferenciales de los bancos a cambio de la inyección inicial de 250.000 millones de dólares de fondos públicos. El 12 de noviembre el plan tuvo una nueva vuelta de tuerca, con el anuncio de Paulson de dejar sin efecto la propuesta de adquisición estatal de los activos incobrables de los bancos.
El gobierno de Bush lanzó inicialmente su plan después que las potencias europeas, siguiendo el ejemplo británico, resolvieran un amplio plan de asistencia para sus bancos en problemas: Alemania, 460 mil millones de euros, Francia, 360 mil millones, Holanda 200.000 millones, España y Austria 100.000 millones, que junto a lo anunciado por Gran Bretaña suman 1,9 billones de dólares.
La utilización de fondos estatales para salvar al capitalismo en momentos de crisis de ninguna manera implica una “medida socialista”, como ironizaron algunos partidarios acérrimos del libre mercado, sino que confirma sencillamente que los gobiernos capitalistas defienden los intereses de la clase en cuyo nombre gobiernan. El plan de Paulson y el de sus colegas europeos, ni siquiera constituyen una “nacionalización” de la banca a la vieja usanza de los gobiernos burgueses de la segunda posguerra. El gobierno de Bush se encargó de aclarar que permanecerá como un “inversor pasivo”, es decir, no ocupará ningún sitio en el directorio de los bancos, ni percibirá los dividendos que le corresponderían en caso de que los bancos se recuperen. A su vez, los bancos no están obligados a utilizar el dinero recibido para emitir nuevos créditos o para renegociar las hipotecas con los deudores que están a punto de perder su vivienda. Permanecen en sus cargos los ejecutivos que se han llevado millones en los últimos años y se siguen pagando los dividendos a los grandes accionistas.
Esta inyección masiva de capital se ha transformado en la principal intervención estatal en la economía desde la crisis de los ’30. La consecuencia lógica será el aumento de las deudas de los estados, una confiscación de los ingresos populares y una hipoteca millonaria sobre las generaciones futuras.
En el caso de Estados Unidos, el paquete del rescate aumentará sideralmente la deuda estatal. Algunos anuncian que su déficit podría llegar al 10% de su PBI, lo que dejaría al estado norteamericano en las puertas del default.
Sin embargo, estos cientos de miles de millones de dólares, aunque contuvieron momentáneamente la perspectiva de un colapso del sistema financiero internacional, no han sido suficientes para revertir la tendencia a la baja de las bolsas ni mucho menos evitar una recesión generalizada, que es lo que está detrás del “pánico de los mercados” y la volatilidad de las bolsas.
La crisis financiera ha comenzado a afectar lo que vulgarmente se ha llamado la “economía real”, es decir la esfera de la producción y las firmas no financieras, mostrando la estupidez de pretender que ambos aspectos de una única realidad capitalista pueden independizarse. Casi sin excepción las principales empresas capitalistas -desde Sony y Samsung hasta Microsoft- han anunciado bajas en sus ventas y sus ganancias. Las tres grandes automotrices, General Motors, Chrysler y Ford, emblemas del capitalismo norteamericano están en una profunda crisis y a la espera de un paquete de ayuda estatal para tratar de mantenerse a flote.
Según los datos del mes de octubre, la economía china ya ha comenzado a desacelerarse y las previsiones indican que el crecimiento estimado sería en este país el más bajo desde 2003.
La situación de la economía norteamericana es alarmante. Los datos del Departamento de Comercio de Estados Unidos dados a conocer a fines de octubre indican que el crecimiento económico declinó a una tasa anualizada de 0,3% en el tercer trimestre del año. Según la interpretación de estas cifras, incluso si la contracción no fue más pronunciada se debió a la acción de dos factores coyunturales: una importante suba de las exportaciones, favorecidas durante ese trimestre por una depreciación momentánea del dólar, que ya se ha disipado, y un aumento de los gastos del gobierno, esencialmente en defensa.
La tendencia recesiva se muestra también en la caída del consumo, que descendió un 3,2 %, la primera contracción desde 1991 y la más importante desde 1980.
A su vez, continúa la deflación en los precios de las viviendas, haciendo que cada vez más las hipotecas contraídas tengan un valor mayor que la vivienda. Esto está empeorando la falta de pago y se calcula que a la fecha unos cuatro millones de viviendas entrarían en ejecución, lo que se suma a la gran cantidad ya existente de viviendas invendibles.
El otro indicador es la pérdida 2.000.000 de puestos de trabajo durante el último año, la mitad de los cuales se concentró en septiembre, octubre y noviembre. La tasa de desempleo promedio trepó al 6,7% pero el propio Departamento de Trabajo de Estados Unidos reconoce que ya alcanzaría al 11% real si se contaran los 5 millones de trabajadores que han dejado de buscar empleo.
Junto con la contracción de la economía norteamericana, el fenómeno recesivo también afecta a la economía japonesa y a la eurozona, que tomada en su conjunto anunció a mediados de noviembre que vive esta situación por primera vez desde su constitución como tal. Tomadas individualmente, Alemania, Francia, España e Italia, ya están en recesión al igual que Gran Bretaña, a lo que debemos sumar países europeos medianos como Irlanda, la crisis en Grecia y la bancarrota del sistema bancario en Islandia.
Partiendo del hecho de que, por primera vez desde 1973, las principales economías capitalistas entrarán en recesión conjuntamente, los pronósticos coinciden en que, de mínima, esta caída será profunda y que podría durar varios años. Las perspectivas de la crisis son sombrías y van desde considerar la posibilidad de una recesión profunda y duradera seguida de una recuperación débil, hasta un estancamiento “a la japonesa”, es decir, una economía planchada por más de una década. Incluso está inscripto entre las posibilidades abiertas por la crisis que vayamos hacia una depresión económica global, con contracciones significativas del producto bruto de los principales países y dislocamiento del comercio mundial, similares a las de la década de la Gran Depresión.
Esta situación de la economía ya está provocando importantes crisis políticas y se están comenzando a ver sus efectos sociales, con despidos, recortes salariales, pérdida de viviendas y pobreza. Sin dudas, es una situación que dará lugar a nuevos fenómenos políticos y de la lucha de clases.
Los “neokeynesianos” al rescate del capitalismo
La crisis económica actual está sacudiendo los mitos sobre las bondades del “libre mercado” que sirvieron de fundamento ideológico para la ofensiva neoliberal. Los que había anunciado el “fin de la historia” y el triunfo definitivo del sistema capitalista, hoy pretenden atemorizar a la población, que se opone a rescatar a los multimillonarios de Wall Street, diciendo que si no se los rescata todos vamos a sufrir las consecuencias.
Como ocurrió en crisis anteriores, como la de las sociedades de ahorro y préstamo en Estados Unidos a fines de la década de 1980, la elite financiera y el estado capitalista norteamericano, al igual que sus pares en la Unión Europea y Japón, están intentando imponer una política que implica una fenomenal transferencia de recursos de la sociedad, producto del trabajo de millones de personas, hacia los sectores más ricos, que han aumentado de forma incalculable sus riquezas durante el auge del neoliberalismo. En los últimos 30 años el 1% de los hogares más ricos en EE.UU. duplicaron su participación en los ingresos totales, de un 8% que tenían a fines de los 70 a un 17% que tienen en la actualidad.
Ante la debacle evidente del paradigma neoliberal, algunos economistas burgueses liberales y neokeynesianos, como Paul Krugman, último premio nobel de economía, sostienen que la crisis actual se debe a la falta de regulación estatal sobre el sistema financiero norteamericano y global. Basan esta explicación en el hecho indiscutido que en los últimos 30 años la financierización de la economía alcanzó un nivel sin precedentes y con ella la proliferación de instrumentos especulativos sofisticados, que terminaron en la compleja ingeniería de la burbuja basada en las hipotecas subprime. Para los actuales neokeynesianos, la salida a la crisis supone el salvataje estatal del sistema, es decir, la inyección de miles de millones de dólares de fondos públicos, pero complementado con medidas que pongan ciertos límites a la especulación financiera. Algunos sostienen que es necesario salvar también a los deudores. Los menos proponen la vuelta a una suerte de “estado benefactor”, con la necesidad de una política similar al New Deal aplicado por el presidente Roosevelt en 1933, aunque omitiendo que este plan tuvo efectos limitados y que la real recuperación de la economía estadounidense se produjo con su preparación para entrada en la segunda guerra mundial. Muchos de ellos, enrolados en los sectores “progresistas” norteamericanos, alientan la expectativa de que el gobierno de Barack Obama será más permeable a las presiones por izquierda, aunque su programa electoral está lejos de incluir medidas que siquiera se asemejen al New Deal y haya sido uno de los principales defensores del programa de rescate de los bancos finalmente aprobado por el Congreso. Sus asesores económicos para la transición son ex miembros del equipo de gobierno de Clinton -donde la economía continuó bajo los parámetros impuestos por la restauración conservadora de Reagan y Bush padre- o multimillonarios como Warren Buffet.
El keynesianismo, con o sin estado benefactor, es una de las grandes ilusiones que alimentó el capitalismo de la segunda posguerra, sosteniendo que es posible mantener un crecimiento armónico regulado por la intervención del Estado que neutralizaría las tendencias estructurales del capitalismo que, en última instancia, llevan a sus crisis. Pero la crisis de 1973-75 mostró que no es posible detener la dinámica del capitalismo y que, tras los llamados “treinta gloriosos”, se impuso la tendencia declinante de la tasa de ganancia, que luego derivó en la crisis y, posteriormente, en el giro neoliberal como política capitalista para tratar de contrarrestar esta tendencia. Tenemos también el ejemplo de Japón, donde la intervención estatal a gran escala no ha logrado sacar a su economía del estancamiento en el que entró a comienzos de los ’90.
Nada más lejos de lo que piensan los partidarios del intervencionismo estatal de que el Estado puede ser un árbitro o un agente neutro. Por ejemplo, Henry Paulson, el secretario del Tesoro bajo Bush, fue presidente de Goldman Sachs, lo mismo que Robert Rubin, quien ocupó el mismo cargo bajo Clinton. El Partido Demócrata responde tanto a los intereses de la oligarquía financiera como el Partido Republicano, como expresan los aportes económicos hechos por Wall Street a la campaña de Obama y el apoyo decisivo de los demócratas al plan de rescate propuesto por Paulson. Más en general, el salvataje de los bancos y de los sectores que concentran la riqueza que estamos viendo actualmente, muestran con claridad que el Estado actúa como una “junta que administra los negocios comunes” de los capitalistas: en épocas de bonanza les garantiza su rentabilidad, en épocas de crisis trata de salvarlos de la quiebra. Esto no es ninguna novedad. Como ya lo dijo Marx hace más de 150 años, esa es la esencia del sistema capitalista: garantizar la apropiación privada de las ganancias y socializar las pérdidas. Y en esto no hay diferencias entre neoliberales y neokeynesianos.
La crisis económica actual está sacudiendo los mitos sobre las bondades del “libre mercado” que sirvieron de fundamento ideológico para la ofensiva neoliberal. Los que había anunciado el “fin de la historia” y el triunfo definitivo del sistema capitalista, hoy pretenden atemorizar a la población, que se opone a rescatar a los multimillonarios de Wall Street, diciendo que si no se los rescata todos vamos a sufrir las consecuencias.
Como ocurrió en crisis anteriores, como la de las sociedades de ahorro y préstamo en Estados Unidos a fines de la década de 1980, la elite financiera y el estado capitalista norteamericano, al igual que sus pares en la Unión Europea y Japón, están intentando imponer una política que implica una fenomenal transferencia de recursos de la sociedad, producto del trabajo de millones de personas, hacia los sectores más ricos, que han aumentado de forma incalculable sus riquezas durante el auge del neoliberalismo. En los últimos 30 años el 1% de los hogares más ricos en EE.UU. duplicaron su participación en los ingresos totales, de un 8% que tenían a fines de los 70 a un 17% que tienen en la actualidad.
Ante la debacle evidente del paradigma neoliberal, algunos economistas burgueses liberales y neokeynesianos, como Paul Krugman, último premio nobel de economía, sostienen que la crisis actual se debe a la falta de regulación estatal sobre el sistema financiero norteamericano y global. Basan esta explicación en el hecho indiscutido que en los últimos 30 años la financierización de la economía alcanzó un nivel sin precedentes y con ella la proliferación de instrumentos especulativos sofisticados, que terminaron en la compleja ingeniería de la burbuja basada en las hipotecas subprime. Para los actuales neokeynesianos, la salida a la crisis supone el salvataje estatal del sistema, es decir, la inyección de miles de millones de dólares de fondos públicos, pero complementado con medidas que pongan ciertos límites a la especulación financiera. Algunos sostienen que es necesario salvar también a los deudores. Los menos proponen la vuelta a una suerte de “estado benefactor”, con la necesidad de una política similar al New Deal aplicado por el presidente Roosevelt en 1933, aunque omitiendo que este plan tuvo efectos limitados y que la real recuperación de la economía estadounidense se produjo con su preparación para entrada en la segunda guerra mundial. Muchos de ellos, enrolados en los sectores “progresistas” norteamericanos, alientan la expectativa de que el gobierno de Barack Obama será más permeable a las presiones por izquierda, aunque su programa electoral está lejos de incluir medidas que siquiera se asemejen al New Deal y haya sido uno de los principales defensores del programa de rescate de los bancos finalmente aprobado por el Congreso. Sus asesores económicos para la transición son ex miembros del equipo de gobierno de Clinton -donde la economía continuó bajo los parámetros impuestos por la restauración conservadora de Reagan y Bush padre- o multimillonarios como Warren Buffet.
El keynesianismo, con o sin estado benefactor, es una de las grandes ilusiones que alimentó el capitalismo de la segunda posguerra, sosteniendo que es posible mantener un crecimiento armónico regulado por la intervención del Estado que neutralizaría las tendencias estructurales del capitalismo que, en última instancia, llevan a sus crisis. Pero la crisis de 1973-75 mostró que no es posible detener la dinámica del capitalismo y que, tras los llamados “treinta gloriosos”, se impuso la tendencia declinante de la tasa de ganancia, que luego derivó en la crisis y, posteriormente, en el giro neoliberal como política capitalista para tratar de contrarrestar esta tendencia. Tenemos también el ejemplo de Japón, donde la intervención estatal a gran escala no ha logrado sacar a su economía del estancamiento en el que entró a comienzos de los ’90.
Nada más lejos de lo que piensan los partidarios del intervencionismo estatal de que el Estado puede ser un árbitro o un agente neutro. Por ejemplo, Henry Paulson, el secretario del Tesoro bajo Bush, fue presidente de Goldman Sachs, lo mismo que Robert Rubin, quien ocupó el mismo cargo bajo Clinton. El Partido Demócrata responde tanto a los intereses de la oligarquía financiera como el Partido Republicano, como expresan los aportes económicos hechos por Wall Street a la campaña de Obama y el apoyo decisivo de los demócratas al plan de rescate propuesto por Paulson. Más en general, el salvataje de los bancos y de los sectores que concentran la riqueza que estamos viendo actualmente, muestran con claridad que el Estado actúa como una “junta que administra los negocios comunes” de los capitalistas: en épocas de bonanza les garantiza su rentabilidad, en épocas de crisis trata de salvarlos de la quiebra. Esto no es ninguna novedad. Como ya lo dijo Marx hace más de 150 años, esa es la esencia del sistema capitalista: garantizar la apropiación privada de las ganancias y socializar las pérdidas. Y en esto no hay diferencias entre neoliberales y neokeynesianos.
¿Por qué es tan profunda la crisis?
La crisis de las hipotecas subprime fue un primer emergente de los desequilibrios internos y externos de la economía norteamericana que sostuvieron el último ciclo de crecimiento de la economía mundial. Y, más en general, el detonante de una crisis que está poniendo en cuestión las bases sobre las que se sostuvo el capitalismo en los últimos 30 años.
En el plano interno, el capitalismo norteamericano vivió los últimos años del endeudamiento más allá de las posibilidades de repago de millones de hogares, además del aumento de las deudas de las empresas y del propio Estado. Durante estos años Estados Unidos actuó como consumidor en última instancia de las mercancías producidas en distintas partes del mundo, principalmente de las exportaciones chinas, lo que llevó a un aumento su déficit comercial.
El crecimiento del consumo fue posible sobre la base de la extensión del crédito y del capital ficticio por la vía del fabuloso desarrollo del mercado de acciones, derivados, etc., que produjo el “efecto riqueza”, que tuvo un doble efecto: favoreció el negocio de los bancos, que pasaron a apropiarse de una cuota de plusvalía por medio del cobro de intereses, y a la vez redujo a valores negativos la tasa de ahorro de los hogares.
El endeudamiento norteamericano pudo sostenerse gracias al financiamiento de otros estados, principalmente China, Japón y los países exportadores de petróleo, que invirtieron en los bonos del Tesoro estadounidense y tienen gran parte de sus reservas en dólares. Este tipo de financiamiento fue posible gracias a que Estados Unidos se mantuvo, aún en decadencia, como la única potencia imperialista hegemónica y el dólar continuó siendo la moneda de reserva mundial. Pero a la vez, significa que está expuesto a las decisiones que tomen otros gobiernos sobre sus reservas, lo que en sí mismo es expresión que esta hegemonía ha entrado en crisis.
Esta espiral de deudas y créditos, que generó en el corto plazo un “efecto riqueza” y dinamizó la economía mundial, se hizo insostenible. En sólo unos meses pasó de una crisis del mercado inmobiliario y de hipotecas, a afectar a los principales bancos de inversión de Nueva York y extenderse al sistema financiero mundial, para transformarse finalmente en una crisis de la economía capitalista en su conjunto.
Esta no es, como sostienen algunos, tan solo una crisis cíclica, que luego de un momento de zozobra llevará a un nuevo equilibrio, sino que es la conclusión lógica de los mecanismos con los que el capitalismo salió de su crisis de sobreacumulación de mediados de la década de 1970 que marcó el fin del boom de la posguerra.
Entre los economistas burgueses están aquellos que consideran que si bien la crisis es grave, la fortaleza relativa de la economía norteamericana, que aunque en declinación aún da cuenta del 25% de la economía mundial; el aumento de la productividad del trabajo de las últimas décadas; la innovación tecnológica y el hecho de que ninguna potencia esté a la altura de disputarle a Estados Unidos el dominio del mundo, le permitirán recuperarse e incluso beneficiarse de la situación actual. Otros consideran que Estados Unidos perderá su preeminencia mundial pero que el capitalismo está resguardado por China y la dinámica de su economía.
Desde la izquierda algunos consideraron que el período neoliberal, y más precisamente la década de los ’90, había iniciado una onda larga de crecimiento capitalista, es decir que por un período histórico prolongado había logrado superar las contradicciones que habían llevado a las crisis anteriores del sistema. Entre los factores que habrían dado lugar a esta situación, por lo general se mencionan la creciente “globalización” económica y financiera y la existencia de una nueva “revolución tecnológica”; pero sobre todo la restauración del capitalismo en los ex estados obreros burocratizados, especialmente en China, que pasó a jugar un rol clave para el capitalismo mundial como proveedora de mano de obra barata. Según esta interpretación, estos procesos de restauración tuvieron la capacidad de renovar las perspectivas del sistema capitalista de conjunto por un período histórico y no reconocer este hecho implicaría sostener una visión “estancacionista” del capitalismo y catastrofista desde el punto de vista político. La crisis actual no sería más que un freno momentáneo que no detendría la dinámica ascendente más general.
Pero a diferencia del crecimiento de los “treinta gloriosos”, que fue posibilitado por una destrucción masiva de fuerzas productivas en los ’30 y en la guerra mundial misma, la salida de la crisis de los ’70 supuso una limpieza sólo parcial del capital. La ofensiva “neoliberal” lanzada al inicio de las presidencias de Reagan y Thatcher, implicó un aumento brutal de la explotación de los trabajadores, tanto de los países centrales como de las semicolonias, donde se impusieron privatizaciones masivas y apertura de las economías nacionales a los capitalistas imperialistas. Las condiciones favorables para el capital tras la derrota del ascenso revolucionario de 1968-81 se profundizaron con la caída del Muro de Berlín y la restauración capitalista en los ex estados obreros, principalmente Rusia y China, retornando esa última a la órbita del capitalismo mundial como proveedora de mano de obra barata, favoreciendo la depresión del precio de la fuerza de trabajo a nivel mundial. Junto con otros mecanismos indirectos como la caída de los precios de las materias primas, la desregulación de los mercados y una nueva división internacional del trabajo en el marco de una mayor internacionalización y financierización de la economía, permitieron una recuperación de la tasa de ganancia aunque a niveles menores que la de los años del boom de posguerra.
Sin embargo, estas condiciones de rentabilidad no fueron acompañadas por un aumento en la acumulación durable y sostenida del capital -con excepción de China-, sino que dio lugar a la combinación entre una sucesión de nichos de valorización productiva y el vuelco de masas crecientes de capital a los negocios especulativos, provocando una hipertrofia sin precedentes de la esfera financiera y la creación de sucesivas burbujas que, por cortos períodos, permitían obtener importantes beneficios. Tras la crisis asiática, la política de la Reserva Federal norteamericana fue bajar las tasas de interés e inyectar una gran liquidez en el sistema bancario. Esto derivó en la creación de la burbuja de las “punto com” y, en palabras del entonces presidente de la Fed, Alan Greenspan, a la “exuberancia irracional de los mercados”.
Después del estallido de la burbuja de la “nueva economía” en el año 2000 y de los atentados del 11S, la economía norteamericana entró en una recesión de la que salió generando una nueva burbuja: el boom inmobiliario y la flexibilización aún mayor del crédito para el consumo, acompañado por una sofisticación y diversificación de los instrumentos financieros, como el apalancamiento y la venta en paquete de las deudas, que permitió el gran negocio de los bancos y los fondos de inversión.
La crisis de las hipotecas subprime fue un primer emergente de los desequilibrios internos y externos de la economía norteamericana que sostuvieron el último ciclo de crecimiento de la economía mundial. Y, más en general, el detonante de una crisis que está poniendo en cuestión las bases sobre las que se sostuvo el capitalismo en los últimos 30 años.
En el plano interno, el capitalismo norteamericano vivió los últimos años del endeudamiento más allá de las posibilidades de repago de millones de hogares, además del aumento de las deudas de las empresas y del propio Estado. Durante estos años Estados Unidos actuó como consumidor en última instancia de las mercancías producidas en distintas partes del mundo, principalmente de las exportaciones chinas, lo que llevó a un aumento su déficit comercial.
El crecimiento del consumo fue posible sobre la base de la extensión del crédito y del capital ficticio por la vía del fabuloso desarrollo del mercado de acciones, derivados, etc., que produjo el “efecto riqueza”, que tuvo un doble efecto: favoreció el negocio de los bancos, que pasaron a apropiarse de una cuota de plusvalía por medio del cobro de intereses, y a la vez redujo a valores negativos la tasa de ahorro de los hogares.
El endeudamiento norteamericano pudo sostenerse gracias al financiamiento de otros estados, principalmente China, Japón y los países exportadores de petróleo, que invirtieron en los bonos del Tesoro estadounidense y tienen gran parte de sus reservas en dólares. Este tipo de financiamiento fue posible gracias a que Estados Unidos se mantuvo, aún en decadencia, como la única potencia imperialista hegemónica y el dólar continuó siendo la moneda de reserva mundial. Pero a la vez, significa que está expuesto a las decisiones que tomen otros gobiernos sobre sus reservas, lo que en sí mismo es expresión que esta hegemonía ha entrado en crisis.
Esta espiral de deudas y créditos, que generó en el corto plazo un “efecto riqueza” y dinamizó la economía mundial, se hizo insostenible. En sólo unos meses pasó de una crisis del mercado inmobiliario y de hipotecas, a afectar a los principales bancos de inversión de Nueva York y extenderse al sistema financiero mundial, para transformarse finalmente en una crisis de la economía capitalista en su conjunto.
Esta no es, como sostienen algunos, tan solo una crisis cíclica, que luego de un momento de zozobra llevará a un nuevo equilibrio, sino que es la conclusión lógica de los mecanismos con los que el capitalismo salió de su crisis de sobreacumulación de mediados de la década de 1970 que marcó el fin del boom de la posguerra.
Entre los economistas burgueses están aquellos que consideran que si bien la crisis es grave, la fortaleza relativa de la economía norteamericana, que aunque en declinación aún da cuenta del 25% de la economía mundial; el aumento de la productividad del trabajo de las últimas décadas; la innovación tecnológica y el hecho de que ninguna potencia esté a la altura de disputarle a Estados Unidos el dominio del mundo, le permitirán recuperarse e incluso beneficiarse de la situación actual. Otros consideran que Estados Unidos perderá su preeminencia mundial pero que el capitalismo está resguardado por China y la dinámica de su economía.
Desde la izquierda algunos consideraron que el período neoliberal, y más precisamente la década de los ’90, había iniciado una onda larga de crecimiento capitalista, es decir que por un período histórico prolongado había logrado superar las contradicciones que habían llevado a las crisis anteriores del sistema. Entre los factores que habrían dado lugar a esta situación, por lo general se mencionan la creciente “globalización” económica y financiera y la existencia de una nueva “revolución tecnológica”; pero sobre todo la restauración del capitalismo en los ex estados obreros burocratizados, especialmente en China, que pasó a jugar un rol clave para el capitalismo mundial como proveedora de mano de obra barata. Según esta interpretación, estos procesos de restauración tuvieron la capacidad de renovar las perspectivas del sistema capitalista de conjunto por un período histórico y no reconocer este hecho implicaría sostener una visión “estancacionista” del capitalismo y catastrofista desde el punto de vista político. La crisis actual no sería más que un freno momentáneo que no detendría la dinámica ascendente más general.
Pero a diferencia del crecimiento de los “treinta gloriosos”, que fue posibilitado por una destrucción masiva de fuerzas productivas en los ’30 y en la guerra mundial misma, la salida de la crisis de los ’70 supuso una limpieza sólo parcial del capital. La ofensiva “neoliberal” lanzada al inicio de las presidencias de Reagan y Thatcher, implicó un aumento brutal de la explotación de los trabajadores, tanto de los países centrales como de las semicolonias, donde se impusieron privatizaciones masivas y apertura de las economías nacionales a los capitalistas imperialistas. Las condiciones favorables para el capital tras la derrota del ascenso revolucionario de 1968-81 se profundizaron con la caída del Muro de Berlín y la restauración capitalista en los ex estados obreros, principalmente Rusia y China, retornando esa última a la órbita del capitalismo mundial como proveedora de mano de obra barata, favoreciendo la depresión del precio de la fuerza de trabajo a nivel mundial. Junto con otros mecanismos indirectos como la caída de los precios de las materias primas, la desregulación de los mercados y una nueva división internacional del trabajo en el marco de una mayor internacionalización y financierización de la economía, permitieron una recuperación de la tasa de ganancia aunque a niveles menores que la de los años del boom de posguerra.
Sin embargo, estas condiciones de rentabilidad no fueron acompañadas por un aumento en la acumulación durable y sostenida del capital -con excepción de China-, sino que dio lugar a la combinación entre una sucesión de nichos de valorización productiva y el vuelco de masas crecientes de capital a los negocios especulativos, provocando una hipertrofia sin precedentes de la esfera financiera y la creación de sucesivas burbujas que, por cortos períodos, permitían obtener importantes beneficios. Tras la crisis asiática, la política de la Reserva Federal norteamericana fue bajar las tasas de interés e inyectar una gran liquidez en el sistema bancario. Esto derivó en la creación de la burbuja de las “punto com” y, en palabras del entonces presidente de la Fed, Alan Greenspan, a la “exuberancia irracional de los mercados”.
Después del estallido de la burbuja de la “nueva economía” en el año 2000 y de los atentados del 11S, la economía norteamericana entró en una recesión de la que salió generando una nueva burbuja: el boom inmobiliario y la flexibilización aún mayor del crédito para el consumo, acompañado por una sofisticación y diversificación de los instrumentos financieros, como el apalancamiento y la venta en paquete de las deudas, que permitió el gran negocio de los bancos y los fondos de inversión.
La profundidad de la crisis actual, que justifica su comparación con el crack del ’29 y la Gran Depresión, está dada porque estas dos contratendencias en las que se basó el neoliberalismo -el aumento de la plusvalía absoluta y relativa y la incorporación de nuevos territorios para la explotación capitalista- además de la financierización, que funcionaron durante al menos un cuarto de siglo, han fracasado como plataforma para conseguir un nuevo período prolongado de crecimiento capitalista.
En este sentido es correcto afirmar que “el neoliberalismo” ha llegado a su fin. Pero no es sólo esto. Es la muestra que los mecanismos contrarrestantes a la caída de la tasa de ganancia que se dieron en estos años resultaron insuficientes para un período de desarrollo capitalista sostenido, que algunos se equivocaron en pronosticar. No estamos ante una más de las crisis recurrentes que tuvieron lugar durante el “neoliberalismo” sino ante una que pone de manifiesto la crisis históricas de todo un régimen social, donde se expresa en forma exacerbada la crisis entre la creciente socialización de la producción y la apropiación privada de la riqueza social. Estamos frente a uno de esos acontecimientos que, como sostuvo el propio Alan Greenspan, se dan “sólo una vez en un siglo”.
El capitalismo intentará salir de su crisis apelando a los mecanismos que le permiten restaurar sus niveles de rentabilidad: la desvalorización de capitales y el aumento de la plusvalía.
La crisis también desata una competencia desenfrenada entre los capitalistas por ver quién se queda a precio de liquidación con los despojos de las empresas y bancos quebrados, llevando a una nueva concentración del capital. Por ejemplo, en Estados Unidos, la crisis ya está llevando a una reestructuración del sistema bancario. Cuatro grandes corporaciones, JP Morgan, Citigroup, Bank of America y Wells Fargo, pasaron a concentrar el 50% de los ahorros del país, beneficiándose de la quiebra de sus competidores, aunque eso no evitó que las acciones del Citigroup se derrumbaran a mediados de noviembre y que el grupo anunciara el despido nada menos que de 50.000 trabajadores.
Esta competencia capitalista se expresará más temprano que tarde en competencia y conflictos agudos entre los estados imperialistas. Aún no estamos en una situación de grandes enfrentamientos entre las principales potencias. Sin embargo, si en un momento mucho menos problemático desde el punto de vista de la economía internacional asistimos en 2002/2003 durante la preparación de la segunda guerra del Golfo a la primera gran confrontación diplomática y geopolítica abierta entre Estados Unidos por una parte y la Francia de Chirac y la Alemania de Schröder por la otra, podemos apostar a que, con la profundización de la crisis y la ofensiva interna y externa que van a desencadenar las burguesías imperialistas para intentar salir del atolladero, esta situación no dejará de generar fricciones crecientes entre las principales potencias. Ya se puede notar la forma en la cual, a través de sus multinacionales y mediante fracciones locales interpuestas, las potencias imperialistas se están enfrentando en distintas áreas periféricas del mundo semicolonial, empezando por la región de los Grandes Lagos (Este de la República Democrática de Congo en particular) y el Cuerno de África (Somalia). Estos escenarios hacen presagiar una potencial precipitación mucho más rápida que en pasado de las contradicciones interimperialistas. Es indudable que se ha abierto un nuevo período histórico en cuya dinámica está inscripta una agudización de las tensiones interestatales y de los enfrentamientos entre las clases fundamentales.
En este sentido es correcto afirmar que “el neoliberalismo” ha llegado a su fin. Pero no es sólo esto. Es la muestra que los mecanismos contrarrestantes a la caída de la tasa de ganancia que se dieron en estos años resultaron insuficientes para un período de desarrollo capitalista sostenido, que algunos se equivocaron en pronosticar. No estamos ante una más de las crisis recurrentes que tuvieron lugar durante el “neoliberalismo” sino ante una que pone de manifiesto la crisis históricas de todo un régimen social, donde se expresa en forma exacerbada la crisis entre la creciente socialización de la producción y la apropiación privada de la riqueza social. Estamos frente a uno de esos acontecimientos que, como sostuvo el propio Alan Greenspan, se dan “sólo una vez en un siglo”.
El capitalismo intentará salir de su crisis apelando a los mecanismos que le permiten restaurar sus niveles de rentabilidad: la desvalorización de capitales y el aumento de la plusvalía.
La crisis también desata una competencia desenfrenada entre los capitalistas por ver quién se queda a precio de liquidación con los despojos de las empresas y bancos quebrados, llevando a una nueva concentración del capital. Por ejemplo, en Estados Unidos, la crisis ya está llevando a una reestructuración del sistema bancario. Cuatro grandes corporaciones, JP Morgan, Citigroup, Bank of America y Wells Fargo, pasaron a concentrar el 50% de los ahorros del país, beneficiándose de la quiebra de sus competidores, aunque eso no evitó que las acciones del Citigroup se derrumbaran a mediados de noviembre y que el grupo anunciara el despido nada menos que de 50.000 trabajadores.
Esta competencia capitalista se expresará más temprano que tarde en competencia y conflictos agudos entre los estados imperialistas. Aún no estamos en una situación de grandes enfrentamientos entre las principales potencias. Sin embargo, si en un momento mucho menos problemático desde el punto de vista de la economía internacional asistimos en 2002/2003 durante la preparación de la segunda guerra del Golfo a la primera gran confrontación diplomática y geopolítica abierta entre Estados Unidos por una parte y la Francia de Chirac y la Alemania de Schröder por la otra, podemos apostar a que, con la profundización de la crisis y la ofensiva interna y externa que van a desencadenar las burguesías imperialistas para intentar salir del atolladero, esta situación no dejará de generar fricciones crecientes entre las principales potencias. Ya se puede notar la forma en la cual, a través de sus multinacionales y mediante fracciones locales interpuestas, las potencias imperialistas se están enfrentando en distintas áreas periféricas del mundo semicolonial, empezando por la región de los Grandes Lagos (Este de la República Democrática de Congo en particular) y el Cuerno de África (Somalia). Estos escenarios hacen presagiar una potencial precipitación mucho más rápida que en pasado de las contradicciones interimperialistas. Es indudable que se ha abierto un nuevo período histórico en cuya dinámica está inscripta una agudización de las tensiones interestatales y de los enfrentamientos entre las clases fundamentales.
La crisis de la hegemonía estadounidense
La crisis económica se combina con un debilitamiento importante de la posición de Estados Unidos como única superpotencia, acelerando su decadencia hegemónica. Después de los atentados del 11S el gobierno de George Bush y el establishment neoconservador nucleado alrededor del “Proyecto para un Nuevo Siglo Americano”, lanzaron una política exterior ofensiva, basada esencialmente en la superioridad militar, para reforzar el dominio estadounidense en el mundo, comenzando con el “rediseño” del Medio Oriente. Según estos halcones del imperialismo norteamericano, a pesar de haber gozado durante los ’90 de un predominio indiscutido, Estados Unidos había desaprovechado su triunfo en la Guerra Fría contra la Unión Soviética para reafirmar su rol como única potencia mundial, lo que implicaba no sólo imponer sus intereses a los países semicoloniales y dependientes, sino también a las otras potencias imperialistas competidoras. La implementación de la doctrina de la “guerra preventiva” estuvo al servicio de estos objetivos, consagrando una política imperialista ofensiva basada en el unilateralismo y en la ventaja comparativa militar de Estados Unidos.
Sin embargo, la llamada “guerra contra el terrorismo” se demostró un fracaso estratégico y su resultado fue acelerar la decadencia hegemónica norteamericana. La guerra y ocupación de Irak, que tenía por objetivo reconfigurar la política del Medio Oriente, instalando gobiernos más pronorteamericanos y proisraelíes en los principales países de la región, con una gran importancia geopolítica y económica para Estados Unidos, fue una debacle para las tropas imperialistas.
La consecuencia no querida de la guerra de Irak fue el fortalecimiento de Irán, principal enemigo de Estados Unidos en la zona, que se transformó en una potencia regional y que, por su influencia sobre las fracciones shiitas que gobiernan Irak, es ahora indispensable para los planes de Washington de mantener una relativa estabilidad en el país, evitando los escenarios de guerra civil descontrolada y los ataques contra las tropas imperialistas. El otro aspecto clave de la política de Bush para descomprimir la situación en Irak fue conseguir la colaboración de los grupos sunitas que anteriormente resistían la ocupación, a cambio de dinero y de prometerles su integración al aparato de seguridad del estado. Esta doble política es fuente de tensiones recurrentes.
En Afganistán las tropas de la OTAN han perdido el control del país. El régimen cliente encabezado por el presidente Karzai es altamente impopular y sólo está sostenido por la protección militar norteamericana y europea. Los talibán y otros “señores de la guerra” han recuperado su base social y territorial en el país. El campo de batalla se extendió a Pakistán, que tras alinearse con Estados Unidos en la “guerra contra el terrorismo” vio un resurgir significativo de organizaciones islamistas opositoras con un importante apoyo popular. Luego de la caída del dictador amigo de Washington, Parvez Musharraf, se han intensificado las acciones armadas de los partidarios del talibán y también los bombardeos imperialistas en las zonas fronterizas, haciendo la situación altamente inestable.
Pakistán posee armamento nuclear, al igual que la India. Durante los últimos años Estados Unidos había logrado disminuir la rivalidad histórica entre ambos países, pero ahora ésta ha retornado, expresándose centralmente alrededor del conflicto de Cachemira. El gobierno de Bush parece haberse inclinado por reafirmar su alianza con la India, país con el que firmó un acuerdo nuclear, a lo que Pakistán respondió consolidando sus relaciones militares con el régimen chino.
Por su parte la crisis en el Cáucaso, disparada por el conflicto entre Rusia y Georgia, cuyo gobierno es producto de las llamadas “revoluciones coloridas” impulsadas por Estados Unidos, puso de relieve la debilidad norteamericana y la emergencia de potencias regionales, como el refortalecido estado ruso, que si bien no disputan la hegemonía mundial sí defienden lo que consideran su “zona de influencia”. Este breve conflicto mostró por anticipado las tensiones geopolíticas que, casi con certeza, se agudizarán de profundizarse la crisis económica.
Por ahora la expectativa está puesta en el recambio gubernamental estadounidense, después de ocho años de administración republicana y en las expectativas de utilizar la figura de Obama para ganar nueva legitimidad. Pero es evidente que la magnitud de la crisis condiciona la posibilidad de que el nuevo presidente pueda maquillar el régimen imperialista norteamericano, tanto en el plano interno como externo, frente al enorme desprestigio de la presidencia de Bush.
Desde la Segunda Guerra Mundial los dos pilares de la hegemonía norteamericana fueron el Pentágono y el dólar como única moneda de referencia. El dólar y los bonos del Tesoro norteamericano siguieron siendo la opción vista como más segura en los meses que lleva la crisis financiera internacional, lo que llevó a su revaluación. Este fenómeno se explica en parte porque el euro no puede actuar como moneda de reemplazo y porque aún prevalece la “herencia” de la fortaleza económica, política y militar de Estados Unidos como superpotencia. Sin embargo, la profundidad de la crisis de la economía norteamericana está poniendo en cuestión, por primera vez desde los acuerdos de Bretton Woods, el rol del dólar como moneda de reserva internacional. La hegemonía del dólar que reemplazó a la libra, se estableció como parte de un equilibrio económico, político y militar que rigió el orden capitalista desde la segunda posguerra. La convertibilidad entre el oro y el dólar establecida en los acuerdos de Bretton Woods en 1944 se quebró y fue sustituida en 1973 por sistema de libre flotación de monedas que permitió que la economía norteamericana recuperara competitividad frente a Alemania y Japón.
Liberado del oro, el valor del dólar sólo estaba respaldado por la fortaleza económica y política de los Estados Unidos. Durante los años en que la primera potencia imperialista actuaba como comprador en última instancia, fluían millones de dólares de todo el mundo para financiar el endeudamiento norteamericano, sosteniendo de esa forma el valor del dólar. Ahora esa situación va a empezar a cambiar. Pero a diferencia de la resolución de la crisis de la hegemonía británica, que después de dos guerras mundiales terminó con el ascenso de Estados Unidos como potencia hegemónica, hoy no hay ningún país o bloque imperialista que esté en condiciones de pelear la hegemonía mundial.
Más allá de las oscilaciones coyunturales, es probable que el mundo marche hacia una fragmentación en zonas donde tengan hegemonía distintas monedas y a un replanteamiento de las alianzas y bloques. Este escenario de crisis de liderazgo imperialista mundial facilitará el desarrollo de conflictos regionales y abrirá un período de gran inestabilidad y tensiones interestatales a nivel internacional. Esta situación de crisis económica y política, llevará a una agudización de la lucha de clases y a una profunda polarización social y política, como ya comienza a anticiparse. En síntesis, las condiciones que están empezando a perfilarse a los inicios de esta crisis, reactualiza la definición que hicieron los marxistas de principios del siglo XX de la época imperialista como una época de crisis, guerras y revoluciones.
La crisis económica se combina con un debilitamiento importante de la posición de Estados Unidos como única superpotencia, acelerando su decadencia hegemónica. Después de los atentados del 11S el gobierno de George Bush y el establishment neoconservador nucleado alrededor del “Proyecto para un Nuevo Siglo Americano”, lanzaron una política exterior ofensiva, basada esencialmente en la superioridad militar, para reforzar el dominio estadounidense en el mundo, comenzando con el “rediseño” del Medio Oriente. Según estos halcones del imperialismo norteamericano, a pesar de haber gozado durante los ’90 de un predominio indiscutido, Estados Unidos había desaprovechado su triunfo en la Guerra Fría contra la Unión Soviética para reafirmar su rol como única potencia mundial, lo que implicaba no sólo imponer sus intereses a los países semicoloniales y dependientes, sino también a las otras potencias imperialistas competidoras. La implementación de la doctrina de la “guerra preventiva” estuvo al servicio de estos objetivos, consagrando una política imperialista ofensiva basada en el unilateralismo y en la ventaja comparativa militar de Estados Unidos.
Sin embargo, la llamada “guerra contra el terrorismo” se demostró un fracaso estratégico y su resultado fue acelerar la decadencia hegemónica norteamericana. La guerra y ocupación de Irak, que tenía por objetivo reconfigurar la política del Medio Oriente, instalando gobiernos más pronorteamericanos y proisraelíes en los principales países de la región, con una gran importancia geopolítica y económica para Estados Unidos, fue una debacle para las tropas imperialistas.
La consecuencia no querida de la guerra de Irak fue el fortalecimiento de Irán, principal enemigo de Estados Unidos en la zona, que se transformó en una potencia regional y que, por su influencia sobre las fracciones shiitas que gobiernan Irak, es ahora indispensable para los planes de Washington de mantener una relativa estabilidad en el país, evitando los escenarios de guerra civil descontrolada y los ataques contra las tropas imperialistas. El otro aspecto clave de la política de Bush para descomprimir la situación en Irak fue conseguir la colaboración de los grupos sunitas que anteriormente resistían la ocupación, a cambio de dinero y de prometerles su integración al aparato de seguridad del estado. Esta doble política es fuente de tensiones recurrentes.
En Afganistán las tropas de la OTAN han perdido el control del país. El régimen cliente encabezado por el presidente Karzai es altamente impopular y sólo está sostenido por la protección militar norteamericana y europea. Los talibán y otros “señores de la guerra” han recuperado su base social y territorial en el país. El campo de batalla se extendió a Pakistán, que tras alinearse con Estados Unidos en la “guerra contra el terrorismo” vio un resurgir significativo de organizaciones islamistas opositoras con un importante apoyo popular. Luego de la caída del dictador amigo de Washington, Parvez Musharraf, se han intensificado las acciones armadas de los partidarios del talibán y también los bombardeos imperialistas en las zonas fronterizas, haciendo la situación altamente inestable.
Pakistán posee armamento nuclear, al igual que la India. Durante los últimos años Estados Unidos había logrado disminuir la rivalidad histórica entre ambos países, pero ahora ésta ha retornado, expresándose centralmente alrededor del conflicto de Cachemira. El gobierno de Bush parece haberse inclinado por reafirmar su alianza con la India, país con el que firmó un acuerdo nuclear, a lo que Pakistán respondió consolidando sus relaciones militares con el régimen chino.
Por su parte la crisis en el Cáucaso, disparada por el conflicto entre Rusia y Georgia, cuyo gobierno es producto de las llamadas “revoluciones coloridas” impulsadas por Estados Unidos, puso de relieve la debilidad norteamericana y la emergencia de potencias regionales, como el refortalecido estado ruso, que si bien no disputan la hegemonía mundial sí defienden lo que consideran su “zona de influencia”. Este breve conflicto mostró por anticipado las tensiones geopolíticas que, casi con certeza, se agudizarán de profundizarse la crisis económica.
Por ahora la expectativa está puesta en el recambio gubernamental estadounidense, después de ocho años de administración republicana y en las expectativas de utilizar la figura de Obama para ganar nueva legitimidad. Pero es evidente que la magnitud de la crisis condiciona la posibilidad de que el nuevo presidente pueda maquillar el régimen imperialista norteamericano, tanto en el plano interno como externo, frente al enorme desprestigio de la presidencia de Bush.
Desde la Segunda Guerra Mundial los dos pilares de la hegemonía norteamericana fueron el Pentágono y el dólar como única moneda de referencia. El dólar y los bonos del Tesoro norteamericano siguieron siendo la opción vista como más segura en los meses que lleva la crisis financiera internacional, lo que llevó a su revaluación. Este fenómeno se explica en parte porque el euro no puede actuar como moneda de reemplazo y porque aún prevalece la “herencia” de la fortaleza económica, política y militar de Estados Unidos como superpotencia. Sin embargo, la profundidad de la crisis de la economía norteamericana está poniendo en cuestión, por primera vez desde los acuerdos de Bretton Woods, el rol del dólar como moneda de reserva internacional. La hegemonía del dólar que reemplazó a la libra, se estableció como parte de un equilibrio económico, político y militar que rigió el orden capitalista desde la segunda posguerra. La convertibilidad entre el oro y el dólar establecida en los acuerdos de Bretton Woods en 1944 se quebró y fue sustituida en 1973 por sistema de libre flotación de monedas que permitió que la economía norteamericana recuperara competitividad frente a Alemania y Japón.
Liberado del oro, el valor del dólar sólo estaba respaldado por la fortaleza económica y política de los Estados Unidos. Durante los años en que la primera potencia imperialista actuaba como comprador en última instancia, fluían millones de dólares de todo el mundo para financiar el endeudamiento norteamericano, sosteniendo de esa forma el valor del dólar. Ahora esa situación va a empezar a cambiar. Pero a diferencia de la resolución de la crisis de la hegemonía británica, que después de dos guerras mundiales terminó con el ascenso de Estados Unidos como potencia hegemónica, hoy no hay ningún país o bloque imperialista que esté en condiciones de pelear la hegemonía mundial.
Más allá de las oscilaciones coyunturales, es probable que el mundo marche hacia una fragmentación en zonas donde tengan hegemonía distintas monedas y a un replanteamiento de las alianzas y bloques. Este escenario de crisis de liderazgo imperialista mundial facilitará el desarrollo de conflictos regionales y abrirá un período de gran inestabilidad y tensiones interestatales a nivel internacional. Esta situación de crisis económica y política, llevará a una agudización de la lucha de clases y a una profunda polarización social y política, como ya comienza a anticiparse. En síntesis, las condiciones que están empezando a perfilarse a los inicios de esta crisis, reactualiza la definición que hicieron los marxistas de principios del siglo XX de la época imperialista como una época de crisis, guerras y revoluciones.
La crisis abre nuevas oportunidades para los revolucionarios
Las tres décadas de neoliberalismo y de retroceso del movimiento obrero llevaron a muchos a considerar que el capitalismo se había vuelto imbatible y a desertar de las filas del marxismo y de la izquierda revolucionaria.
El colapso de los regímenes estalinistas, la desaparición de la Unión Soviética y la restauración del capitalismo, provocaron un fuerte retroceso de la influencia del marxismo, tanto como ideología y como corriente política. No sólo los socialdemócratas sino también burocracias sindicales y partidos políticos de origen stalinista dejaron de lado toda referencia al marxismo y al socialismo e implementaron las políticas neoliberales al igual que los gobiernos de los partidos de la derecha tradicional. Incluso gran parte de la intelectualidad que mantuvo al marxismo como referencia pasó a darle un valor ahistórico e ilimitado a la eficacia de las contratendencias del capitalismo para evitar las crisis, haciéndose eco de que finalmente el capitalismo había alcanzado un desarrollo tal (ya sea por medio de la globalización, de la flexibilización de la fuerza de trabajo, de la innovación tecnológica, entre otras explicaciones) que las crisis eran cosas del pasado. Por ejemplo, el historiador marxista británico Perry Anderson planteaba a comienzos del nuevo siglo que el triunfo y la extensión del neoliberalismo había establecido una relación de fuerzas tal que sólo una crisis económica profunda en occidente podría cambiar. En sus palabras “Sólo una depresión de proporciones no muy distintas de la del período de entreguerras estaría en condiciones de zarandear los parámetros del consenso actual”. Eso lo decía para señalar, sin ningún convencimiento, que sólo un acontecimiento inimaginable al menos en el corto plazo, podía sacudir los cimientos del orden capitalista. Ese acontecimiento estaba casi “a la vuelta de la esquina”. La crisis del “consenso” burgués que dominó en los últimos años abre un nuevo panorama para la reconstrucción del movimiento obrero a nivel internacional y para el desarrollo de partidos revolucionarios. Se ha mostrado nuevamente que el capitalismo es incapaz de superar sus contradicciones. O, más precisamente, que las salidas que el capital encontró para una de las crisis vividas en estos años han sigo “fugas hacia delante” que preparaban el actual estallido. Parafraseando a Trotsky podríamos decir que “la ‘teoría del colapso’ ha triunfado sobre la teoría del desarrollo pacífico”. Es evidente que estamos en los inicios de acontecimientos de significación histórica, cuyas consecuencias sólo podemos prever en forma general.
El crack de 1929 dio lugar a una década catastrófica, de enorme inestabilidad, de crisis del comercio internacional y de procesos revolucionarios y contrarrevolucionarios, situación que preparó el terreno para el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial.
Frente al dislocamiento económico, los Estados capitalistas comenzaron sus preparativos bélicos: en Alemania, tras la derrota de la clase obrera traicionada por socialdemócratas y stalinistas, pudo imponerse el ascenso de Hitler al poder en 1933; en Estados Unidos, su contracara fue la política del New Deal implementada por el presidente Roosevelt con un doble objetivo: revitalizar el capitalismo norteamericano y evitar la radicalización de los trabajadores y las masas de pobres, en el marco de una desocupación que había alcanzado el 25%. Pero cuando el New Deal se mostró insuficiente para relanzar la economía y en 1937 se produjo una nueva crisis, Roosevelt no dudó en dar un giro hacia una economía orientada hacia los preparativos de guerra, lo que permitió la recuperación económica.
La revolución proletaria fue el otro factor actuante en los convulsionados años ’30, con la guerra civil española y la oleada de huelgas y ocupaciones de fábrica en Francia que culminaron con el gobierno del Frente Popular. Incluso en Estados Unidos, donde la clase obrera era más atrasada políticamente, se desarrolló un poderoso movimiento de desocupados, surgió el sindicalismo combativo nucleado en la CIO, y la clase obrera protagonizó huelgas históricas como la de los Teamsters de Minneapolis en 1934, donde los trotskistas jugaron un rol clave.
Es verdad que la historia no vuelve a repetirse. Pero también es cierto que crisis de esta envergadura dislocan las condiciones de estabilización del sistema, y cuando esto pasa se abren escenarios de lucha de clases y de luchas entre Estados muy agudas, incluidas, por supuesto, las guerras y las revoluciones.
Los revolucionarios tenemos que prepararnos para actuar en un nuevo período histórico, cuyos contornos se irán definiendo a partir de cómo actúe la clase dominante para tratar de superar esta crisis y de las respuestas de masas, un período en los que se está demostrando ante millones en todo el mundo la irracionalidad de este sistema social.
La crisis de distintos gobiernos neoliberales en América latina, que anticipó lo que hoy está ocurriendo en forma generalizada, llevó desde principios de la década a una tendencia persistente a la acción directa que, en algunos países, terminó derribando gobiernos, como vimos en los levantamientos revolucionarios en Bolivia, o en las jornadas de diciembre de 2001 en Argentina que pusieron fin al gobierno de De La Rúa.
Esa respuesta a la crisis económica dejó experiencias muy valiosas para la clase obrera internacional. Por ejemplo, en Argentina dio como resultado la emergencia de un movimiento de desocupados organizado que apeló a métodos radicales de lucha como los cortes de ruta, y el fenómeno de fábricas ocupadas y puestas a producir por sus propios trabajadores, de las cuales el control y gestión obrera de Zanon fue y sigue siendo la experiencia más avanzada.
Esta situación en parte pudo ser desviada por el ascenso de gobiernos “progresistas” que consiguieron base entre las masas populares a partir de la recuperación económica impulsada por el alza de los precios internacionales de las materias primas. El crecimiento económico actuó amortiguando las tensiones entre las clases. Pero estas condiciones ya no existen.
A nivel mundial, la crisis seguramente multiplicará las respuestas de los trabajadores y las masas populares y también endurecerá la represión estatal y las variantes burguesas que planteen un disciplinamiento mayor de los oprimidos. Algunas primeras expresiones de resistencia fueron la huelga general en Bélgica en medio del derrumbe de las bolsas, exigiendo la actualización de los salarios según la inflación, la huelga general en Grecia y la lucha masiva de estudiantes y trabajadores en Italia contra las medidas de recorte del gobierno de Berlusconi. El Estado Español también está viendo una respuesta importante, como las acciones de los obreros de Nissan resistiendo los despidos y las movilizaciones estudiantiles bajo la demanda “Que la crisis la paguen los capitalistas”. En Grecia, la muerte de un estudiante a manos de la policía, desató una verdadera rebelión nacional a principios de diciembre de 2008, protagonizada por obreros, estudiantes y jóvenes, que durante días se enfrentaron con la policía y tomaron las calles de las principales ciudades, con la realización de una huelga general el 10 de diciembre y ocupaciones de facultades colegios y manifestaciones diarias, planteando la caída del gobierno conservador de Caramanlis. Los acontecimientos en Grecia, Italia y el Estado Español, donde los estudiantes ocuparon las universidades, muestra que los estudiantes y la juventud trabajadora, que sufre la flexibilización laboral, el desempleo, la marginalidad y la falta de perspectivas, pueden ser un gran motor de la lucha de los explotados en Europa. El movimiento estudiantil está jugando hasta el momento un papel importante en las primeras acciones de resistencia, dando lugar a la posibilidad de desarrollo de sectores radicalizados de la juventud que retomen y superen lo mejor de la experiencia del “movimiento antiglobalización” y de las acciones antiguerra que lo sucedieron, cuando fueron los jóvenes -aún con todo tipo de ilusiones en variantes reformistas y autonomistas- quienes ganaron las calles de las capitales de los países imperialistas para denunciar las miserias del capitalismo contemporáneo.
Debemos prepararnos para que a medida que los gobiernos y las patronales descarguen la crisis sobre las masas, estos conflictos de clase se hagan más agudos, con una creciente polarización social y política. Ya el fortalecimiento de variantes de la extrema derecha en los países imperialistas que apelan al racismo y focalizan su odio sobre los trabajadores inmigrantes está anticipando como la burguesía se prepara para el escenario de polarización de los enfrentamientos futuros.
Las tres décadas de neoliberalismo y de retroceso del movimiento obrero llevaron a muchos a considerar que el capitalismo se había vuelto imbatible y a desertar de las filas del marxismo y de la izquierda revolucionaria.
El colapso de los regímenes estalinistas, la desaparición de la Unión Soviética y la restauración del capitalismo, provocaron un fuerte retroceso de la influencia del marxismo, tanto como ideología y como corriente política. No sólo los socialdemócratas sino también burocracias sindicales y partidos políticos de origen stalinista dejaron de lado toda referencia al marxismo y al socialismo e implementaron las políticas neoliberales al igual que los gobiernos de los partidos de la derecha tradicional. Incluso gran parte de la intelectualidad que mantuvo al marxismo como referencia pasó a darle un valor ahistórico e ilimitado a la eficacia de las contratendencias del capitalismo para evitar las crisis, haciéndose eco de que finalmente el capitalismo había alcanzado un desarrollo tal (ya sea por medio de la globalización, de la flexibilización de la fuerza de trabajo, de la innovación tecnológica, entre otras explicaciones) que las crisis eran cosas del pasado. Por ejemplo, el historiador marxista británico Perry Anderson planteaba a comienzos del nuevo siglo que el triunfo y la extensión del neoliberalismo había establecido una relación de fuerzas tal que sólo una crisis económica profunda en occidente podría cambiar. En sus palabras “Sólo una depresión de proporciones no muy distintas de la del período de entreguerras estaría en condiciones de zarandear los parámetros del consenso actual”. Eso lo decía para señalar, sin ningún convencimiento, que sólo un acontecimiento inimaginable al menos en el corto plazo, podía sacudir los cimientos del orden capitalista. Ese acontecimiento estaba casi “a la vuelta de la esquina”. La crisis del “consenso” burgués que dominó en los últimos años abre un nuevo panorama para la reconstrucción del movimiento obrero a nivel internacional y para el desarrollo de partidos revolucionarios. Se ha mostrado nuevamente que el capitalismo es incapaz de superar sus contradicciones. O, más precisamente, que las salidas que el capital encontró para una de las crisis vividas en estos años han sigo “fugas hacia delante” que preparaban el actual estallido. Parafraseando a Trotsky podríamos decir que “la ‘teoría del colapso’ ha triunfado sobre la teoría del desarrollo pacífico”. Es evidente que estamos en los inicios de acontecimientos de significación histórica, cuyas consecuencias sólo podemos prever en forma general.
El crack de 1929 dio lugar a una década catastrófica, de enorme inestabilidad, de crisis del comercio internacional y de procesos revolucionarios y contrarrevolucionarios, situación que preparó el terreno para el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial.
Frente al dislocamiento económico, los Estados capitalistas comenzaron sus preparativos bélicos: en Alemania, tras la derrota de la clase obrera traicionada por socialdemócratas y stalinistas, pudo imponerse el ascenso de Hitler al poder en 1933; en Estados Unidos, su contracara fue la política del New Deal implementada por el presidente Roosevelt con un doble objetivo: revitalizar el capitalismo norteamericano y evitar la radicalización de los trabajadores y las masas de pobres, en el marco de una desocupación que había alcanzado el 25%. Pero cuando el New Deal se mostró insuficiente para relanzar la economía y en 1937 se produjo una nueva crisis, Roosevelt no dudó en dar un giro hacia una economía orientada hacia los preparativos de guerra, lo que permitió la recuperación económica.
La revolución proletaria fue el otro factor actuante en los convulsionados años ’30, con la guerra civil española y la oleada de huelgas y ocupaciones de fábrica en Francia que culminaron con el gobierno del Frente Popular. Incluso en Estados Unidos, donde la clase obrera era más atrasada políticamente, se desarrolló un poderoso movimiento de desocupados, surgió el sindicalismo combativo nucleado en la CIO, y la clase obrera protagonizó huelgas históricas como la de los Teamsters de Minneapolis en 1934, donde los trotskistas jugaron un rol clave.
Es verdad que la historia no vuelve a repetirse. Pero también es cierto que crisis de esta envergadura dislocan las condiciones de estabilización del sistema, y cuando esto pasa se abren escenarios de lucha de clases y de luchas entre Estados muy agudas, incluidas, por supuesto, las guerras y las revoluciones.
Los revolucionarios tenemos que prepararnos para actuar en un nuevo período histórico, cuyos contornos se irán definiendo a partir de cómo actúe la clase dominante para tratar de superar esta crisis y de las respuestas de masas, un período en los que se está demostrando ante millones en todo el mundo la irracionalidad de este sistema social.
La crisis de distintos gobiernos neoliberales en América latina, que anticipó lo que hoy está ocurriendo en forma generalizada, llevó desde principios de la década a una tendencia persistente a la acción directa que, en algunos países, terminó derribando gobiernos, como vimos en los levantamientos revolucionarios en Bolivia, o en las jornadas de diciembre de 2001 en Argentina que pusieron fin al gobierno de De La Rúa.
Esa respuesta a la crisis económica dejó experiencias muy valiosas para la clase obrera internacional. Por ejemplo, en Argentina dio como resultado la emergencia de un movimiento de desocupados organizado que apeló a métodos radicales de lucha como los cortes de ruta, y el fenómeno de fábricas ocupadas y puestas a producir por sus propios trabajadores, de las cuales el control y gestión obrera de Zanon fue y sigue siendo la experiencia más avanzada.
Esta situación en parte pudo ser desviada por el ascenso de gobiernos “progresistas” que consiguieron base entre las masas populares a partir de la recuperación económica impulsada por el alza de los precios internacionales de las materias primas. El crecimiento económico actuó amortiguando las tensiones entre las clases. Pero estas condiciones ya no existen.
A nivel mundial, la crisis seguramente multiplicará las respuestas de los trabajadores y las masas populares y también endurecerá la represión estatal y las variantes burguesas que planteen un disciplinamiento mayor de los oprimidos. Algunas primeras expresiones de resistencia fueron la huelga general en Bélgica en medio del derrumbe de las bolsas, exigiendo la actualización de los salarios según la inflación, la huelga general en Grecia y la lucha masiva de estudiantes y trabajadores en Italia contra las medidas de recorte del gobierno de Berlusconi. El Estado Español también está viendo una respuesta importante, como las acciones de los obreros de Nissan resistiendo los despidos y las movilizaciones estudiantiles bajo la demanda “Que la crisis la paguen los capitalistas”. En Grecia, la muerte de un estudiante a manos de la policía, desató una verdadera rebelión nacional a principios de diciembre de 2008, protagonizada por obreros, estudiantes y jóvenes, que durante días se enfrentaron con la policía y tomaron las calles de las principales ciudades, con la realización de una huelga general el 10 de diciembre y ocupaciones de facultades colegios y manifestaciones diarias, planteando la caída del gobierno conservador de Caramanlis. Los acontecimientos en Grecia, Italia y el Estado Español, donde los estudiantes ocuparon las universidades, muestra que los estudiantes y la juventud trabajadora, que sufre la flexibilización laboral, el desempleo, la marginalidad y la falta de perspectivas, pueden ser un gran motor de la lucha de los explotados en Europa. El movimiento estudiantil está jugando hasta el momento un papel importante en las primeras acciones de resistencia, dando lugar a la posibilidad de desarrollo de sectores radicalizados de la juventud que retomen y superen lo mejor de la experiencia del “movimiento antiglobalización” y de las acciones antiguerra que lo sucedieron, cuando fueron los jóvenes -aún con todo tipo de ilusiones en variantes reformistas y autonomistas- quienes ganaron las calles de las capitales de los países imperialistas para denunciar las miserias del capitalismo contemporáneo.
Debemos prepararnos para que a medida que los gobiernos y las patronales descarguen la crisis sobre las masas, estos conflictos de clase se hagan más agudos, con una creciente polarización social y política. Ya el fortalecimiento de variantes de la extrema derecha en los países imperialistas que apelan al racismo y focalizan su odio sobre los trabajadores inmigrantes está anticipando como la burguesía se prepara para el escenario de polarización de los enfrentamientos futuros.
La crisis capitalista y el programa revolucionario
Con el desarrollo de la crisis capitalista y la recesión, se está gestando una nueva catástrofe que pondrá en riesgo la subsistencia de millones de trabajadores, campesinos pobres y oprimidos del mundo.
A la vez, la crisis está actuando como una gran reveladora de la naturaleza del capitalismo, exponiendo de forma abierta que es un sistema en profunda decadencia, en el que una ínfima minoría de la población compuesta por empresarios, banqueros y financistas, que concentran los principales medios de producción y de cambio, y tienen a su servicio el estado burgués, amasan fortunas inimaginables a partir de la explotación descarnada de miles de millones de seres humanos que sólo poseen su fuerza de trabajo. En épocas de prosperidad capitalista aumentan la tasa de explotación de sus esclavos asalariados, para aumentar sus ganancias, y en épocas de crisis arrojan a sus trabajadores al desempleo, la desesperación y el hambre para preservar su rentabilidad.
En este período histórico, el programa transicional estará cada vez más a la orden del día, no sólo como un instrumento de propaganda, sino como programa de acción, teniendo en cuenta las particularidades que tome la lucha de clases en los distintos países, el grado de maduración política del proletariado y el desarrollo de organizaciones obreras revolucionarias. Son momentos donde se hace aguda la contradicción entre las condiciones objetivas para la salida revolucionaria y el atraso en la conciencia política de las masas. El programa transicional es justamente un puente para que los explotados lleguen a la conclusión que es necesario luchar no por un remiendo del sistema capitalista sino porque los trabajadores se hagan del poder.
Obviamente no pretendemos que exista una fórmula única, adecuada a las variadas situaciones que enfrenta la clase obrera de los distintos países y regiones. Pero sí hay ciertas demandas que con la crisis tienden a ocupar un lugar central más o menos generalizadamente.
Como ocurre cada vez que declinan sus ganancias, los capitalistas recurren a los cierres o los despidos masivos y los recortes salariales, mientras piden a gritos la asistencia del Estado para salvar sus empresas de la bancarrota.
Los trabajadores no pueden permitir nuevamente que las patronales transformen a millones de obreros en desocupados crónicos, empujándolos a ellos y sus familias a una existencia miserable, mientras usan el fantasma del desempleo para aterrorizar a los trabajadores ocupados y bajarles el salario.
Ante esto planteamos la escala móvil del salario, es decir, su ajuste según la inflación y el reparto de las horas de trabajo entre todos los trabajadores disponibles, es decir la reducción de la jornada laboral sin afectar el salario.
Ante la amenaza de cierre de empresas, planteamos la apertura de los libros de contabilidad y la expropiación sin pago de toda empresa que cierre o despida y su puesta en funcionamiento bajo control y gestión obrera de la producción.
Los principales estados capitalistas están poniendo miles de millones de dólares y euros para el salvataje de los grandes bancos y la elite financiera, y a esto llaman “nacionalización”. Contra este fraude basado en una transferencia masiva de recursos hacia los capitalistas, es necesaria una verdadera nacionalización sin pago de la banca privada y el establecimiento de una banca estatal única bajo administración obrera, que concentre el sistema de créditos e inversión para ponerlo al servicio de los intereses de los trabajadores y el pueblo. Esto a su vez impedirá la fuga de capitales, sobre todo en los países semicoloniales, y la expropiación de los pequeños ahorristas por parte de los banqueros.
Esta medida debe ir acompañada por la nacionalización del comercio exterior para evitar la fuga de divisas, frecuentemente realizada en los países semicoloniales y dependientes bajo la forma de remesas de utilidades de las filiales de las corporaciones industriales y bancarias a sus casas matrices.
Es preciso exigir a los sindicatos que rompan su subordinación a las políticas capitalistas y levanten un programa obrero independiente, planteando la unidad de las filas de los trabajadores para unir ocupados con desocupados, efectivos con contratados. En los países imperialistas en particular hay que tomar la defensa de los inmigrantes, que son los primeros sobre los cuales se está descargando la crisis, exigiendo su regularización sin condiciones y el fin de todas las leyes anti inmigratorias. Como dicen en el Estado Español: “¡Nativa o extranjera, una misma clase obrera!”.
Los revolucionarios intervenimos en los sindicatos y luchamos porque éstos tengan una dirección clasista y combativa, pero los sindicatos, dirigidos por burocracias propatronales y cooptadas por el estado, organizan sólo a un sector de la clase trabajadora, generalmente a sus capas más altas, mientras que la gran mayoría no tiene ningún tipo de organización, lo que profundiza las divisiones en las filas obreras. Por eso, la actividad de los revolucionarios en las fábricas y empresas se dirige a la vez a impulsar organizaciones, como los comités de huelga, en momentos de lucha o los comités de fábrica, que agrupen a todos los sectores de los trabajadores. Los comités de fábrica electos por todos los trabajadores son organizaciones infinitamente más democráticas y al representar la totalidad de los obreros de una fábrica o establecimiento, constituyen un “contrapeso” o una suerte de “dualidad de poder” fabril frente al poder patronal.
Las luchas que se vienen plantearán también la necesidad de desarrollar órganos de frente único, que reúnan a los explotados independiente de su categoría profesional, del tipo de coordinadoras o consejos, que con su desarrollo se transformen en verdaderos embriones de poder obrero.
Las potencias imperialistas intentarán descargar su crisis sobre los pueblos oprimidos, sojuzgando aún más a los países semicoloniales para defender los intereses de sus grandes corporaciones nacionales. Además, Estados Unidos con el presidente Obama tratará de conseguir un triunfo de los aliados de la OTAN en Afganistán mientras que buscará retirarse de forma ordenada de Irak dejando un gobierno afín a los intereses norteamericanos Por ello, está planteado levantar la lucha por la expulsión de las tropas imperialistas de Irak, Afganistán y todo el Medio Oriente. Y en América Latina luchar por poner fin al bloqueo contra Cuba, por terminar con el Plan Colombia y contra la ocupación de Haití por las tropas de las MINUSTAH enviadas por los gobiernos de Lula, Kirchner, Bachelet y Tabaré Vazquez.
Los revolucionarios tenemos una profunda confianza que en el curso de las experiencias de la lucha de clases, nuestro programa se hará carne nuevamente en la vanguardia de trabajadores y de las masas populares y podrá mostrar una alternativa al conjunto de los explotados que permita, mediante la revolución social, hacer realidad la “expropiación de los expropiadores”, que es el único camino para terminar con la barbarie capitalista.
Es falso que las opciones por delante se reduzcan a la democracia liberal o al totalitarismo burocrático. En el siglo XX la clase obrera perfeccionó la obra iniciada durante la Comuna de París y sentó las bases sobre las cuales desarrollar la transición al socialismo: un nuevo estado con la más amplia democracia para los explotados y el despotismo sólo sobre una pequeña minoría de las clases explotadoras y la reacción imperialista. Sobre la liquidación del orden burgués, luchamos por establecer un estado de los trabajadores sobre la base de un régimen de consejos obreros, que garantice el pluralismo político a las organizaciones de los explotados y permita superar la “anarquía de la producción social” típica del capitalismo mediante la planificación democrática de la economía, introduciendo “la razón en la esfera de las relaciones económicas”.
Estamos frente a momentos donde el capitalismo se está deslegitimando a pasos acelerados y las ideas marxistas y la perspectiva del socialismo pueden transformarse en una referencia para millones, revirtiendo el clima ideológico reaccionario que se asentó luego del colapso de la Unión Soviética y los avances de la restauración capitalista.
El trotskismo fue la única corriente que combatió sistemáticamente contra el stalinismo que había expropiado la Revolución de Octubre de 1917, liquidando el régimen de los soviets y reemplazándolo por un régimen totalitario y burocrático. Contra el socialismo en un solo país, la degeneración del estado obrero soviético y el régimen de partido único al servicio de mantener los privilegios de la casta gubernamental, que, como quedó demostrado, en última instancia conduciría a la restauración capitalista, Trotsky sostuvo la necesidad de una revolución política en la Unión Soviética que derrocara a la burocracia, regenerara las bases revolucionarias del estado obrero, los soviets, la planificación democrática de la economía, estableciera un régimen basado en el pluripartidismo soviético y recuperara la lucha por la revolución internacional. Por eso sostenemos que el trotskismo es el único marxismo verdaderamente revolucionario de nuestros días.
Por la construcción de partidos revolucionarios de la clase trabajadora y la reconstrucción de la IV Internacional
En los últimos años hemos oído en la izquierda mundial los cantos de sirena de adaptarse a la lógica del “mal menor”. Pero esa política llevó a la adaptación a los gobiernos “social liberales”, como vimos con la participación de Refundación Comunista en el gobierno de Prodi en Italia y en Brasil con Miguel Rosetto (miembro de la corriente Democracia Socialista del PT, que se reclamaba del Secretariado Unificado de la IV Internacional) como ministro del gobierno de Lula, continuador de las políticas neoliberales practicadas por Cardoso. Escuchamos que era el momento de construir “partidos amplios” sin delimitación entre reformistas y revolucionarios y sin anclaje de clase. En América Latina ya tenemos la experiencia del Partido Socialismo y Libertad PSOL, fundado por algunos sectores que se fueron del PT, pero con una orientación de conciliación con los planteos patronales “mercado internistas”, llegando a votar una ley favorable a la flexibilización laboral en las empresas pequeñas y medianas. Más en general, en esta región hemos visto una fuerte adaptación de la izquierda no sólo a los fenómenos “populistas” como el chavismo en Venezuela o el MAS de Evo Morales sino en el caso de Argentina a un increíble alineamiento junto a lo peor de la reacción patronal, como ocurrió con el MST y otros agrupamientos menores con su apoyo a los propietarios agrarios en el conflicto por la impuestos móviles a las exportaciones de soja entre marzo y julio de 2008.
En Gran Bretaña, el Socialist Workers Party (SWP) impulsó la coalición RESPECT junto al ex diputado laborlista Georg Galloway y a sectores de la burguesía musulmana, tras un programa de colaboración de clases, proyecto que finalmente terminó estallando.
En Francia, la Liga Comunista Revolucionaria está en proceso de auto disolución en un Nuevo Partido Anticapitalista, que se plantea ex profeso una definición programática ambigua entre reforma y revolución.
Los revolucionarios que formamos parte de la FT-CI nos preparamos para intervenir en un período donde se producirán nuevos procesos políticos y, al calor de la intensificación de la lucha de clases, de reorganización de la clase obrera. Lo hacemos señalando con claridad que para que la crisis no se descargue sobre los hombros de los trabajadores, estos deben construir su propia herramienta política revolucionaria. En esta perspectiva, no sólo impulsamos la construcción y el desarrollo de nuestras organizaciones sino que, sin ningún sectarismo, damos la pelea por desarrollar alas revolucionarias en todo reagrupamiento que se proclame independiente de la burguesía y pueda atraer las fuerzas de los sectores más combativos de los trabajadores y la juventud, y estamos dispuestos a discutir con las corrientes del movimiento trotskista que reivindican la estrategia de la revolución proletaria y la necesidad de un programa transicional.
Hacemos un llamado a los compañeros de la CRCI, agrupamiento impulsado por el Partido Obrero de Argentina, sin ignorar las diferencias que mantuvimos y mantenemos entre nuestras organizaciones, a dar pasos prácticos para coordinar una intervención común frente a la crisis en los planos nacional e internacional. La crisis en curso plantea para los revolucionarios redoblar los esfuerzos por unir nuestras fuerzas en una intervención común y explorar la posibilidad de constituir partidos revolucionarios unificados, planteo que el PTS argentino viene realizando desde hace meses al Partido Obrero. Hacemos extensivo este llamado a la LIT-CI, aunque esta organización proclama la necesidad de reconstruir la IV Internacional, lamentablemente su política se dirige esencialmente a unir los grupos que provienen de la tradición “morenista” (como la CITO) y a concebir a su propia tendencia como si fuese “la internacional”, negándose en forma sectaria a abrir una discusión política seria y fraternal. Creemos que de no avanzar en esta perspectiva no estaremos a la altura de las situaciones agudas de la lucha de clases que seguramente se desarrollarán en el próximo período. Por eso los llamamos a abrir la discusión para elaborar un programa transicional internacional para enfrentar la crisis y actuar en los países en los que estamos, como parte de la lucha por la reconstrucción de la IV Internacional.
No somos ingenuos y sabemos que el capitalismo no caerá por sí solo: debe ser derrocado. Es para ello que necesitamos construir partidos revolucionarios. La crisis ayuda a limpiar el panorama respecto a muchas de las discusiones que se plantearon en estos años. Resulta difícil argumentar hoy que los estados nacionales ya no importan o que no es necesario luchar por el poder para lograr verdaderamente “cambiar el mundo”. Estamos plenamente convencidos de que la perspectiva de la revolución socialista internacional es la única capaz de evitar la barbarie a la que nos lleva la supervivencia del capitalismo.
En los últimos años hemos oído en la izquierda mundial los cantos de sirena de adaptarse a la lógica del “mal menor”. Pero esa política llevó a la adaptación a los gobiernos “social liberales”, como vimos con la participación de Refundación Comunista en el gobierno de Prodi en Italia y en Brasil con Miguel Rosetto (miembro de la corriente Democracia Socialista del PT, que se reclamaba del Secretariado Unificado de la IV Internacional) como ministro del gobierno de Lula, continuador de las políticas neoliberales practicadas por Cardoso. Escuchamos que era el momento de construir “partidos amplios” sin delimitación entre reformistas y revolucionarios y sin anclaje de clase. En América Latina ya tenemos la experiencia del Partido Socialismo y Libertad PSOL, fundado por algunos sectores que se fueron del PT, pero con una orientación de conciliación con los planteos patronales “mercado internistas”, llegando a votar una ley favorable a la flexibilización laboral en las empresas pequeñas y medianas. Más en general, en esta región hemos visto una fuerte adaptación de la izquierda no sólo a los fenómenos “populistas” como el chavismo en Venezuela o el MAS de Evo Morales sino en el caso de Argentina a un increíble alineamiento junto a lo peor de la reacción patronal, como ocurrió con el MST y otros agrupamientos menores con su apoyo a los propietarios agrarios en el conflicto por la impuestos móviles a las exportaciones de soja entre marzo y julio de 2008.
En Gran Bretaña, el Socialist Workers Party (SWP) impulsó la coalición RESPECT junto al ex diputado laborlista Georg Galloway y a sectores de la burguesía musulmana, tras un programa de colaboración de clases, proyecto que finalmente terminó estallando.
En Francia, la Liga Comunista Revolucionaria está en proceso de auto disolución en un Nuevo Partido Anticapitalista, que se plantea ex profeso una definición programática ambigua entre reforma y revolución.
Los revolucionarios que formamos parte de la FT-CI nos preparamos para intervenir en un período donde se producirán nuevos procesos políticos y, al calor de la intensificación de la lucha de clases, de reorganización de la clase obrera. Lo hacemos señalando con claridad que para que la crisis no se descargue sobre los hombros de los trabajadores, estos deben construir su propia herramienta política revolucionaria. En esta perspectiva, no sólo impulsamos la construcción y el desarrollo de nuestras organizaciones sino que, sin ningún sectarismo, damos la pelea por desarrollar alas revolucionarias en todo reagrupamiento que se proclame independiente de la burguesía y pueda atraer las fuerzas de los sectores más combativos de los trabajadores y la juventud, y estamos dispuestos a discutir con las corrientes del movimiento trotskista que reivindican la estrategia de la revolución proletaria y la necesidad de un programa transicional.
Hacemos un llamado a los compañeros de la CRCI, agrupamiento impulsado por el Partido Obrero de Argentina, sin ignorar las diferencias que mantuvimos y mantenemos entre nuestras organizaciones, a dar pasos prácticos para coordinar una intervención común frente a la crisis en los planos nacional e internacional. La crisis en curso plantea para los revolucionarios redoblar los esfuerzos por unir nuestras fuerzas en una intervención común y explorar la posibilidad de constituir partidos revolucionarios unificados, planteo que el PTS argentino viene realizando desde hace meses al Partido Obrero. Hacemos extensivo este llamado a la LIT-CI, aunque esta organización proclama la necesidad de reconstruir la IV Internacional, lamentablemente su política se dirige esencialmente a unir los grupos que provienen de la tradición “morenista” (como la CITO) y a concebir a su propia tendencia como si fuese “la internacional”, negándose en forma sectaria a abrir una discusión política seria y fraternal. Creemos que de no avanzar en esta perspectiva no estaremos a la altura de las situaciones agudas de la lucha de clases que seguramente se desarrollarán en el próximo período. Por eso los llamamos a abrir la discusión para elaborar un programa transicional internacional para enfrentar la crisis y actuar en los países en los que estamos, como parte de la lucha por la reconstrucción de la IV Internacional.
No somos ingenuos y sabemos que el capitalismo no caerá por sí solo: debe ser derrocado. Es para ello que necesitamos construir partidos revolucionarios. La crisis ayuda a limpiar el panorama respecto a muchas de las discusiones que se plantearon en estos años. Resulta difícil argumentar hoy que los estados nacionales ya no importan o que no es necesario luchar por el poder para lograr verdaderamente “cambiar el mundo”. Estamos plenamente convencidos de que la perspectiva de la revolución socialista internacional es la única capaz de evitar la barbarie a la que nos lleva la supervivencia del capitalismo.
Fracción Trotskista - Cuarta Internacional, diciembre de 2008