por : Juan Chingo
source: La Verdad Obrera Nº 318
Jueves 26 de marzo de 2009
El pasado lunes, el secretario del Tesoro norteamericano, lanzó una nueva versión de su plan de salvataje del sistema financiero norteamericano. Las bolsas, a diferencia de otros intentos, reaccionaron con euforia aunque después la alegría se fue evaporando. Este plan que constituye una enorme estafa a los contribuyentes, en especial a los trabajadores, no está asegurado que resuelva el problema de insolvencia del actual sistema financiero norteamericano. Su fracaso pone en juego mucho más que el rescate de los bancos. La actitud de paciencia de la población con estos onerosos planes de salvataje ha cambiado desde el affaire AIG. Si el plan no funciona –una alta posibilidad ya que el problema que aqueja a los bancos no es de liquidez sino de solvencia– , el capital político de Obama y la voluntad del Congreso podrían quedar exhaustos para soluciones más radicales.
Cómo maquillar el viejo Plan Paulson
En octubre pasado, el Congreso norteamericano aprobó el Programa de Ayuda a Activos Problemáticos (TARP, por su sigla en inglés) que fue conocido con el nombre del secretario del Tesoro de la anterior administración, Henry Paulson, para salvar el sistema financiero norteamericano de la debacle. En su momento llamamos a este plan la “madre de todos los fraudes”. Tal fue el revuelo que generó, en el marco de la debilidad terminal del gobierno Bush, que no pudo aplicarse, utilizándose parte de sus fondos para la recapitalización de varias entidades bancarias.
El plan presentado este lunes por Timothy Geithner, actual secretario del Tesoro, tiene un montón de adornos y vericuetos pero en su substancia es casi igual al viejo Plan Paulson, donde el Estado compra los activos basura de los bancos. Sin embargo, esta realidad es maquillada en el ‘Plan de inversión público-privada en activos heredados’, como se llama el nuevo plan. ¿Pero cómo se puede llamar “asociación público-privada” a un esquema para financiar firmas de inversión privada y garantizarles importantes ganancias a cambio de comprar préstamos hipotecarios y títulos caídos en desgracia a los bancos a precios inflados? Es así que las firmas de inversión o hedge funds que participen en el esquema pondrán sólo un 7,15% del capital mientras que el Tesoro espera dedicar en un primer momento de 75.000 a 100.000 millones de dólares procedentes del TARP para movilizar con el sector privado de 500.000 millones a un billón de dólares “en poder adquisitivo para comprar los activos heredados” de la última burbuja inmobiliaria. Entre los mecanismos para incentivar la participación privada se incluyen préstamos en condiciones ultra ventajosas aportados por la Reserva Federal (FED) y la Corporación de Garantía de Depósitos (FDIC). Estos préstamos serán garantizados por el gobierno, el cual asumirá toda la carga frente a una eventual pérdida. Sin embargo, a pesar de que el grueso de la financiación será aportado por el Estado, los fondos de inversión público-privada serán gerenciados por los inversores privados, los que recibirán lucrativos honorarios por manejar este saqueo parasitario. No sorprende que como informa el Washington Post el 22/3, algunos de los más ricos y poderosos hombres de Wall Street sean los autores reales del plan de la administración: “El otoño pasado, los inversores multimillonarios Warren E. Buffert, el presidente de Goldman Sachs Lloyd Blankfein y William H. Gross, el director ejecutivo de PIMCO, la principal administradora de fondos de inversión del mundo, le sugirieron a los funcionarios del Tesoro la idea de crear un fondo de inversiones, usando dinero público y privado, para comprar activos tóxicos a los bancos, según importantes ex funcionarios del Tesoro”.
Sin embargo, a pesar de estas ventajosas condiciones –que a diferencia de los anteriores intentos de Geithner– hicieron subir fuertemente la bolsa el día del anuncio, el plan es totalmente insuficiente para reestructurar un sistema bancario norteamericano prácticamente quebrado. El mismo no posee ninguna cláusula que obligue a los bancos que no han asumido las pérdidas por el hundimiento de sus activos basura a entrar en el esquema, sino que es totalmente voluntario. A su vez, al igual que el principal punto débil del Plan Paulson, éste no resuelve el principal problema de las entidades: la valoración de los activos. Por el contrario, si fuera fácil recuperar el valor de estos títulos, los bancos no estarían deseando deshacerse de ellos. Las autoridades económicas pretenden ayudar a resolver este problema mediante un financiamiento barato a través del FDIC, pero esto no anulará la enorme diferencia entre los precios de oferta y de demanda de muchos de estos bonos, gran parte de los cuales nadie puede asegurar que no se sigan depreciando.
Es que, como venimos diciendo, no estamos frente a una crisis de liquidez -que es la idea que sigue estando en el esquema del Tesoro- sino ante una crisis de insolvencia, es decir, una crisis que expresa la imposibilidad estructural a largo plazo de los bancos de poseer capacidad de pago, producto de que la actividad que financiaban ha dejado de ser rentable y no volverá a serlo por las cambiantes condiciones económicas. El nuevo gobierno, al igual que su predecesor, en su servilismo a Wall Street, trata de evitar el saneamiento del sistema financiero mediante una nacionalización temporaria de los bancos recapitalizados obligándolos previamente a un reconocimiento de sus pérdidas debido al peso que aún ejerce esta poderosa oligarquía financiera, perseverando aún en salvar entidades insolventes. A la vez, dentro del camino por el que ha optado es demasiado “tímido” debido a la oposición popular a una recapitalización masiva del sistema bancario, aunque este camino como ya se demostró en Japón en su década perdida sólo puede resultar en sobrepagos y en la eventual acumulación de más activos tóxicos. De esta manera, sigue postergando la solución de este problema crucial una vez que estén dadas las condiciones para el relanzamiento de la acumulación capitalista, cuestión que no es el caso como muestra la caída acelerada de la económica norteamericana y mundial.
A su vez, el plan implica grandes riesgos para el gobierno norteamericano. Mientras no resuelve –como vimos– el problema de la existencia de bancos zombies (bancos que siguen operando aunque en realidad están prácticamente quebrados o en el mejor de los casos, tienen suficiente capital para mantenerse de pie, pero no hacen nada de lo que supuestamente un banco debería hacer, es decir prestar a las empresas y a los hogares), sí puede ser una oportunidad para los bancos que hayan amortizado ya las pérdidas en estos activos, sacándolos de su balance casi sin costo. Del otro lado de la operación, si la jugada le sale bien al gobierno y hubiera ganancias, estos activos serán revendidos más adelante cuando se recupere el mercado, y los inversores o fondos de dinero que participen serán los más beneficiados; pero si sale mal y hay pérdidas, las asumirán íntegramente los contribuyentes. En otras palabras, una verdadera estafa. Cuestión que puede agotar la ya débil cuota de legitimidad que estos planes tienen para los contribuyentes, elemento político esencial si nuevas y más consistentes salidas para salvar al sistema financiero son necesarias. Esto es lo que temen los analistas más lúcidos de la burguesía financiera mundial como Martin Wolf del Financial Times, quien en su última columna escribe preocupado: “Si este esquema funciona, varios de los gerentes de fondos van a lograr enormes ganancias. Temo que esto convenza a los americanos comunes de que su gobierno está organizando una estafa para beneficiar a Wall Street. Ahora imagínense lo que pasaría si, después de realizar los ‘ tests de stress’ de los bancos más grandes del país, el gobierno concluye –¡Sorpresa! ¡Sorpresa!– que necesita otorgar más capital. ¿Cómo convencerá al Congreso de pagar? El peligro es que este esquema logre, como mucho, algo sin particular importancia –hacer los préstamos otorgados en el pasado más líquidos– con el costo de hacer más difícil algo que es esencial: recapitalizar los bancos”.
Pongamos estas críticas en el marco de la expansión que va a suponer este plan en el balance de la FED, y que se suma a los 750.000 millones para comprar titulizaciones y los otros 300.000 millones para adquirir bonos del Estado, la medida “estrella” anunciada la semana pasada para incrementar la liquidez una vez que los tipos de interés no pueden bajar más. Esta expansión implica una amenaza inflacionaria una vez alcanzado el piso de la ola deflacionaria, además de que aumenta descomunalmente el endeudamiento del país, además que es cuestionable su eficacia ya que existe el riesgo de que a pesar del aumento del dinero circulante, éste no llegue a los particulares y en cambio, se quede atesorado en los bancos, reacios a prestarlo (como muestra el hecho de que a pesar de la liquidez que la FED otorgó desde el comienzo de la crisis, éstos pasaron de reservas en cash de 50.000 millones de dólares en agosto pasado a 645.000 millones de dólares hoy). Es posible que tampoco consiga evitar que las tasas reales de interés suban, consecuencia de que la masiva compra de bonos del Tesoro por la FED no contrarreste la caída en la demanda global de esos bonos, lo cual implica que la oferta de éstos continuaría creciendo más rápido que la demanda.
La confianza en Obama en el ojo de la tormenta
El contexto del lanzamiento del plan es el aumento de la ira popular contra Wall Street. El disparador fueron los 165 millones de dólares otorgados a los incompetentes ejecutivos de AIG pagados con dinero de los contribuyentes. Es que en su prisa por rescatar de la ruina a la gigantesca compañía aseguradora, el gobierno de Obama pasó por alto el hecho de que la empresa había firmado contratos otorgando bonos precisamente a los jefes de la división financiera que llevó la firma al precipicio.
Este hecho puso al gobierno a la defensiva: el otorgamiento de los bonos provocó ultraje en todos los sectores, lo que llevó a Obama a condenar la medida con una declaración que pareció más orquestada que sincera, leyendo sus palabras en una pantalla electrónica transparente (telepromter). En este marco, de pronto han comenzado a llover críticas sobre el nuevo presidente de Estados Unidos.
Probablemente la más devastadora sea la de Maureen Dowd, columnista de The New York Times, un periódico que abrazó con pasión a Obama durante la campaña electoral. Ella dijo: “Barack Obama hasta necesita un telepromter para enojarse”, refiriéndose a la lenta reacción presidencial. El período de “luna de miel” que la prensa concede a todo nuevo presidente, parece haber llegado a su fin antes de sus primeros dos meses en el poder, y ni siquiera a los 100 días tradicionales otorgados a otros mandatarios. Bush tampoco disfrutó de ese período en su segundo gobierno, pero nunca fue elogiado por la prensa, como lo es –o lo era— el actual presidente. Este clima, a su vez, casi se lleva puesto al secretario del Tesoro, respaldado fuertemente por Obama antes del lanzamiento de su plan, ya que su caída prematura abriría una monumental crisis política.
Lo que sí es cierto es que el affaire AIG ha radicalizado las cosas, generando una explosiva hostilidad hacia el sector financiero. El Congreso está discutiendo un impuesto retroactivo a los bonos –no sólo de AIG, sino de todos los destinatarios del dinero gubernamental bajo el Programa de Ayuda a Activos Problemáticos (TARP), aunque el gobierno está presionando redobladamente para que esto no se lleve cabo. Por otro lado, en el ministerio público del Estado de Nueva York buscan los nombres de los destinatarios de los bonos en las empresas asistidas, lo que ha sido considerado por algunos analistas burgueses como una invitación al linchamiento. Estos legisladores y funcionarios públicos, muchos de ellos grandes sostenedores de sus amigos de Wall Street temen que escándalos como este –que muestran toda la avaricia y codicia de estos parásitos financieros– minen la legitimidad de nuevos y necesarios planes de salvataje. Es que la furia popular se ha desatado.
Según señala The Observer del 22/3: “Para muchos americanos AIG se ha transformado en la cara pública inaceptable de la crisis económica. La marca AIG se ha vuelto en los hechos tan tóxica que se pusieron guardias de seguridad en las oficinas de la firma y en las casas de los altos ejecutivos. Ayer en Connecticut un grupo de manifestantes recorrieron el estado haciendo marchas frente a las casas de los ejecutivos de AIG. Entregaban una carta que pedía que los ejecutivos devuelvan sus gratificaciones… Muchos ejecutivos de AIG han recibido amenazas de muerte al conocerse la noticia de los bonos, mientras los americanos comunes, que enfrentan la crisis más profunda desde la Depresión, se preguntan por qué los financistas que ayudaron a provocar el desastre deben beneficiarse tanto del mismo. Un memo de seguridad interno publicado la semana pasada por AIG aconsejaba a su personal no viajar solos, evitar salir de noche, estar atentos a caras extrañas cerca de su oficina o su casa y no usar el logo de AIG en público”. El cambio del estado de ánimo podría señalar un salto cualitativo en la percepción de las masas frente a la crisis. Un analista del Financial Times, Christopher Caldwel, lo resume de esta forma: “Lo que hasta hace poco parecía descontento con una economía lenta está empezando a aparecer como oposición al sistema”, y agrega este increíble comentario para apoyar su afirmación: “Los americanos están empezando a ver a quienes arruinaron el sistema financiero como a la policía secreta de un ex país comunista –es necesario evitar que provoquen estragos en otra esfera” (Financial Times, 21/3). En este marco, el margen político de Obama se estrecha, acorralado entre la ira popular contra los banqueros y la enorme presión de éstos –y la gran mayoría de medios afines– que se resisten a perder sus negocios y que han calificado las tímidas medidas de la Cámara de Representantes como: “…una caza de brujas al estilo McCarthy… Esto es lo más profundamente anti-americano que he visto jamás” (FT, 20/3). Esta presión, a su vez, ha permitido mejorar los términos del reciente plan a favor de Wall Street, así como que el presidente contemporizara y se separase de la acción de los representantes alejándose aún más de las expectativas populares depositadas en él.
La conclusión de toda esta situación es deprimente para la burguesía mundial, como concluye su nota el citado Martin Wolf: “La conclusión por lo tanto es deprimente. Nadie puede confiar en que EE.UU. tenga todavía una solución factible a su desastre bancario. Al contrario, con el público enfurecido, el Congreso en pie de guerra, el presidente tímido y una política que depende de la capacidad del gobierno de gastar dinero público en instituciones poco capitalizadas, EE.UU. está en un impasse.
Depende de Barack Obama encontrar una salida. Cuando se reúna con sus contrapartes del grupo de los 20 en Londres la semana próxima, no podrá declarar que ya la ha encontrado. Si esto no es aterrador, no sé qué es”. (FT, 24/3). En este marco, el capital político de Obama y la voluntad del Congreso podrían quedar exhaustos para soluciones más radicales en los próximos meses o, en caso de un giro en su política –obligado por la magnitud de la crisis–, que termine sacrificando a Geithner si el plan fracasara, los costos y divisiones en la clase dominante podrían ser altísimos y profundos, y podrían poner al sistema político frente a un riesgo mayor. Es el momento de los trabajadores de pasar de la furia y la indignación a la acción.
source: La Verdad Obrera Nº 318
Jueves 26 de marzo de 2009
El pasado lunes, el secretario del Tesoro norteamericano, lanzó una nueva versión de su plan de salvataje del sistema financiero norteamericano. Las bolsas, a diferencia de otros intentos, reaccionaron con euforia aunque después la alegría se fue evaporando. Este plan que constituye una enorme estafa a los contribuyentes, en especial a los trabajadores, no está asegurado que resuelva el problema de insolvencia del actual sistema financiero norteamericano. Su fracaso pone en juego mucho más que el rescate de los bancos. La actitud de paciencia de la población con estos onerosos planes de salvataje ha cambiado desde el affaire AIG. Si el plan no funciona –una alta posibilidad ya que el problema que aqueja a los bancos no es de liquidez sino de solvencia– , el capital político de Obama y la voluntad del Congreso podrían quedar exhaustos para soluciones más radicales.
Cómo maquillar el viejo Plan Paulson
En octubre pasado, el Congreso norteamericano aprobó el Programa de Ayuda a Activos Problemáticos (TARP, por su sigla en inglés) que fue conocido con el nombre del secretario del Tesoro de la anterior administración, Henry Paulson, para salvar el sistema financiero norteamericano de la debacle. En su momento llamamos a este plan la “madre de todos los fraudes”. Tal fue el revuelo que generó, en el marco de la debilidad terminal del gobierno Bush, que no pudo aplicarse, utilizándose parte de sus fondos para la recapitalización de varias entidades bancarias.
El plan presentado este lunes por Timothy Geithner, actual secretario del Tesoro, tiene un montón de adornos y vericuetos pero en su substancia es casi igual al viejo Plan Paulson, donde el Estado compra los activos basura de los bancos. Sin embargo, esta realidad es maquillada en el ‘Plan de inversión público-privada en activos heredados’, como se llama el nuevo plan. ¿Pero cómo se puede llamar “asociación público-privada” a un esquema para financiar firmas de inversión privada y garantizarles importantes ganancias a cambio de comprar préstamos hipotecarios y títulos caídos en desgracia a los bancos a precios inflados? Es así que las firmas de inversión o hedge funds que participen en el esquema pondrán sólo un 7,15% del capital mientras que el Tesoro espera dedicar en un primer momento de 75.000 a 100.000 millones de dólares procedentes del TARP para movilizar con el sector privado de 500.000 millones a un billón de dólares “en poder adquisitivo para comprar los activos heredados” de la última burbuja inmobiliaria. Entre los mecanismos para incentivar la participación privada se incluyen préstamos en condiciones ultra ventajosas aportados por la Reserva Federal (FED) y la Corporación de Garantía de Depósitos (FDIC). Estos préstamos serán garantizados por el gobierno, el cual asumirá toda la carga frente a una eventual pérdida. Sin embargo, a pesar de que el grueso de la financiación será aportado por el Estado, los fondos de inversión público-privada serán gerenciados por los inversores privados, los que recibirán lucrativos honorarios por manejar este saqueo parasitario. No sorprende que como informa el Washington Post el 22/3, algunos de los más ricos y poderosos hombres de Wall Street sean los autores reales del plan de la administración: “El otoño pasado, los inversores multimillonarios Warren E. Buffert, el presidente de Goldman Sachs Lloyd Blankfein y William H. Gross, el director ejecutivo de PIMCO, la principal administradora de fondos de inversión del mundo, le sugirieron a los funcionarios del Tesoro la idea de crear un fondo de inversiones, usando dinero público y privado, para comprar activos tóxicos a los bancos, según importantes ex funcionarios del Tesoro”.
Sin embargo, a pesar de estas ventajosas condiciones –que a diferencia de los anteriores intentos de Geithner– hicieron subir fuertemente la bolsa el día del anuncio, el plan es totalmente insuficiente para reestructurar un sistema bancario norteamericano prácticamente quebrado. El mismo no posee ninguna cláusula que obligue a los bancos que no han asumido las pérdidas por el hundimiento de sus activos basura a entrar en el esquema, sino que es totalmente voluntario. A su vez, al igual que el principal punto débil del Plan Paulson, éste no resuelve el principal problema de las entidades: la valoración de los activos. Por el contrario, si fuera fácil recuperar el valor de estos títulos, los bancos no estarían deseando deshacerse de ellos. Las autoridades económicas pretenden ayudar a resolver este problema mediante un financiamiento barato a través del FDIC, pero esto no anulará la enorme diferencia entre los precios de oferta y de demanda de muchos de estos bonos, gran parte de los cuales nadie puede asegurar que no se sigan depreciando.
Es que, como venimos diciendo, no estamos frente a una crisis de liquidez -que es la idea que sigue estando en el esquema del Tesoro- sino ante una crisis de insolvencia, es decir, una crisis que expresa la imposibilidad estructural a largo plazo de los bancos de poseer capacidad de pago, producto de que la actividad que financiaban ha dejado de ser rentable y no volverá a serlo por las cambiantes condiciones económicas. El nuevo gobierno, al igual que su predecesor, en su servilismo a Wall Street, trata de evitar el saneamiento del sistema financiero mediante una nacionalización temporaria de los bancos recapitalizados obligándolos previamente a un reconocimiento de sus pérdidas debido al peso que aún ejerce esta poderosa oligarquía financiera, perseverando aún en salvar entidades insolventes. A la vez, dentro del camino por el que ha optado es demasiado “tímido” debido a la oposición popular a una recapitalización masiva del sistema bancario, aunque este camino como ya se demostró en Japón en su década perdida sólo puede resultar en sobrepagos y en la eventual acumulación de más activos tóxicos. De esta manera, sigue postergando la solución de este problema crucial una vez que estén dadas las condiciones para el relanzamiento de la acumulación capitalista, cuestión que no es el caso como muestra la caída acelerada de la económica norteamericana y mundial.
A su vez, el plan implica grandes riesgos para el gobierno norteamericano. Mientras no resuelve –como vimos– el problema de la existencia de bancos zombies (bancos que siguen operando aunque en realidad están prácticamente quebrados o en el mejor de los casos, tienen suficiente capital para mantenerse de pie, pero no hacen nada de lo que supuestamente un banco debería hacer, es decir prestar a las empresas y a los hogares), sí puede ser una oportunidad para los bancos que hayan amortizado ya las pérdidas en estos activos, sacándolos de su balance casi sin costo. Del otro lado de la operación, si la jugada le sale bien al gobierno y hubiera ganancias, estos activos serán revendidos más adelante cuando se recupere el mercado, y los inversores o fondos de dinero que participen serán los más beneficiados; pero si sale mal y hay pérdidas, las asumirán íntegramente los contribuyentes. En otras palabras, una verdadera estafa. Cuestión que puede agotar la ya débil cuota de legitimidad que estos planes tienen para los contribuyentes, elemento político esencial si nuevas y más consistentes salidas para salvar al sistema financiero son necesarias. Esto es lo que temen los analistas más lúcidos de la burguesía financiera mundial como Martin Wolf del Financial Times, quien en su última columna escribe preocupado: “Si este esquema funciona, varios de los gerentes de fondos van a lograr enormes ganancias. Temo que esto convenza a los americanos comunes de que su gobierno está organizando una estafa para beneficiar a Wall Street. Ahora imagínense lo que pasaría si, después de realizar los ‘ tests de stress’ de los bancos más grandes del país, el gobierno concluye –¡Sorpresa! ¡Sorpresa!– que necesita otorgar más capital. ¿Cómo convencerá al Congreso de pagar? El peligro es que este esquema logre, como mucho, algo sin particular importancia –hacer los préstamos otorgados en el pasado más líquidos– con el costo de hacer más difícil algo que es esencial: recapitalizar los bancos”.
Pongamos estas críticas en el marco de la expansión que va a suponer este plan en el balance de la FED, y que se suma a los 750.000 millones para comprar titulizaciones y los otros 300.000 millones para adquirir bonos del Estado, la medida “estrella” anunciada la semana pasada para incrementar la liquidez una vez que los tipos de interés no pueden bajar más. Esta expansión implica una amenaza inflacionaria una vez alcanzado el piso de la ola deflacionaria, además de que aumenta descomunalmente el endeudamiento del país, además que es cuestionable su eficacia ya que existe el riesgo de que a pesar del aumento del dinero circulante, éste no llegue a los particulares y en cambio, se quede atesorado en los bancos, reacios a prestarlo (como muestra el hecho de que a pesar de la liquidez que la FED otorgó desde el comienzo de la crisis, éstos pasaron de reservas en cash de 50.000 millones de dólares en agosto pasado a 645.000 millones de dólares hoy). Es posible que tampoco consiga evitar que las tasas reales de interés suban, consecuencia de que la masiva compra de bonos del Tesoro por la FED no contrarreste la caída en la demanda global de esos bonos, lo cual implica que la oferta de éstos continuaría creciendo más rápido que la demanda.
La confianza en Obama en el ojo de la tormenta
El contexto del lanzamiento del plan es el aumento de la ira popular contra Wall Street. El disparador fueron los 165 millones de dólares otorgados a los incompetentes ejecutivos de AIG pagados con dinero de los contribuyentes. Es que en su prisa por rescatar de la ruina a la gigantesca compañía aseguradora, el gobierno de Obama pasó por alto el hecho de que la empresa había firmado contratos otorgando bonos precisamente a los jefes de la división financiera que llevó la firma al precipicio.
Este hecho puso al gobierno a la defensiva: el otorgamiento de los bonos provocó ultraje en todos los sectores, lo que llevó a Obama a condenar la medida con una declaración que pareció más orquestada que sincera, leyendo sus palabras en una pantalla electrónica transparente (telepromter). En este marco, de pronto han comenzado a llover críticas sobre el nuevo presidente de Estados Unidos.
Probablemente la más devastadora sea la de Maureen Dowd, columnista de The New York Times, un periódico que abrazó con pasión a Obama durante la campaña electoral. Ella dijo: “Barack Obama hasta necesita un telepromter para enojarse”, refiriéndose a la lenta reacción presidencial. El período de “luna de miel” que la prensa concede a todo nuevo presidente, parece haber llegado a su fin antes de sus primeros dos meses en el poder, y ni siquiera a los 100 días tradicionales otorgados a otros mandatarios. Bush tampoco disfrutó de ese período en su segundo gobierno, pero nunca fue elogiado por la prensa, como lo es –o lo era— el actual presidente. Este clima, a su vez, casi se lleva puesto al secretario del Tesoro, respaldado fuertemente por Obama antes del lanzamiento de su plan, ya que su caída prematura abriría una monumental crisis política.
Lo que sí es cierto es que el affaire AIG ha radicalizado las cosas, generando una explosiva hostilidad hacia el sector financiero. El Congreso está discutiendo un impuesto retroactivo a los bonos –no sólo de AIG, sino de todos los destinatarios del dinero gubernamental bajo el Programa de Ayuda a Activos Problemáticos (TARP), aunque el gobierno está presionando redobladamente para que esto no se lleve cabo. Por otro lado, en el ministerio público del Estado de Nueva York buscan los nombres de los destinatarios de los bonos en las empresas asistidas, lo que ha sido considerado por algunos analistas burgueses como una invitación al linchamiento. Estos legisladores y funcionarios públicos, muchos de ellos grandes sostenedores de sus amigos de Wall Street temen que escándalos como este –que muestran toda la avaricia y codicia de estos parásitos financieros– minen la legitimidad de nuevos y necesarios planes de salvataje. Es que la furia popular se ha desatado.
Según señala The Observer del 22/3: “Para muchos americanos AIG se ha transformado en la cara pública inaceptable de la crisis económica. La marca AIG se ha vuelto en los hechos tan tóxica que se pusieron guardias de seguridad en las oficinas de la firma y en las casas de los altos ejecutivos. Ayer en Connecticut un grupo de manifestantes recorrieron el estado haciendo marchas frente a las casas de los ejecutivos de AIG. Entregaban una carta que pedía que los ejecutivos devuelvan sus gratificaciones… Muchos ejecutivos de AIG han recibido amenazas de muerte al conocerse la noticia de los bonos, mientras los americanos comunes, que enfrentan la crisis más profunda desde la Depresión, se preguntan por qué los financistas que ayudaron a provocar el desastre deben beneficiarse tanto del mismo. Un memo de seguridad interno publicado la semana pasada por AIG aconsejaba a su personal no viajar solos, evitar salir de noche, estar atentos a caras extrañas cerca de su oficina o su casa y no usar el logo de AIG en público”. El cambio del estado de ánimo podría señalar un salto cualitativo en la percepción de las masas frente a la crisis. Un analista del Financial Times, Christopher Caldwel, lo resume de esta forma: “Lo que hasta hace poco parecía descontento con una economía lenta está empezando a aparecer como oposición al sistema”, y agrega este increíble comentario para apoyar su afirmación: “Los americanos están empezando a ver a quienes arruinaron el sistema financiero como a la policía secreta de un ex país comunista –es necesario evitar que provoquen estragos en otra esfera” (Financial Times, 21/3). En este marco, el margen político de Obama se estrecha, acorralado entre la ira popular contra los banqueros y la enorme presión de éstos –y la gran mayoría de medios afines– que se resisten a perder sus negocios y que han calificado las tímidas medidas de la Cámara de Representantes como: “…una caza de brujas al estilo McCarthy… Esto es lo más profundamente anti-americano que he visto jamás” (FT, 20/3). Esta presión, a su vez, ha permitido mejorar los términos del reciente plan a favor de Wall Street, así como que el presidente contemporizara y se separase de la acción de los representantes alejándose aún más de las expectativas populares depositadas en él.
La conclusión de toda esta situación es deprimente para la burguesía mundial, como concluye su nota el citado Martin Wolf: “La conclusión por lo tanto es deprimente. Nadie puede confiar en que EE.UU. tenga todavía una solución factible a su desastre bancario. Al contrario, con el público enfurecido, el Congreso en pie de guerra, el presidente tímido y una política que depende de la capacidad del gobierno de gastar dinero público en instituciones poco capitalizadas, EE.UU. está en un impasse.
Depende de Barack Obama encontrar una salida. Cuando se reúna con sus contrapartes del grupo de los 20 en Londres la semana próxima, no podrá declarar que ya la ha encontrado. Si esto no es aterrador, no sé qué es”. (FT, 24/3). En este marco, el capital político de Obama y la voluntad del Congreso podrían quedar exhaustos para soluciones más radicales en los próximos meses o, en caso de un giro en su política –obligado por la magnitud de la crisis–, que termine sacrificando a Geithner si el plan fracasara, los costos y divisiones en la clase dominante podrían ser altísimos y profundos, y podrían poner al sistema político frente a un riesgo mayor. Es el momento de los trabajadores de pasar de la furia y la indignación a la acción.