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Las movilizaciones del 15 de octubre (con multitudinarias concentraciones en algunos países de Europa) y la continuidad de las “ocupaciones” en varias ciudades de Estados Unidos han reabierto el debate sobre la profundidad y las perspectivas del movimiento de los indignados, en medio de la gran crisis económica internacional que viene golpeando a millones en Europa y EE.UU.
Final de un periodo y emergencia de las masas
Desde 2010, la lucha contra la reforma del sistema de pensiones en Francia y las huelgas generales y marchas en Grecia ya preanunciaban la resistencia obrera y popular a los primeros intentos de pasar planes de austeridad en Europa. El año 2011 se inauguró con la llamada “primavera árabe”: miles de jóvenes y trabajadores tiraron las dictaduras en Túnez y Egipto con marchas y huelgas. La ocupación de la plaza Tahrir por miles de jóvenes se transformó en un símbolo, que comenzó a ser emulado por la juventud en Europa y otros países.
En mayo de 2011, miles de jóvenes en el Estado español inauguran el llamado movimiento de los indignados, que empezó a repetirse en muchas ciudades alrededor del mundo. Golpeada por una desocupación altísima (20%) y una gran precarización laboral, la juventud sale a la calle a protestar contra las consecuencias de la crisis y contra el gobierno de Rodríguez Zapatero que aplica el ajuste y financia a los bancos con dinero público. En Grecia, ya acuciada por la crisis económica, la lucha de clases combina una serie de huelgas nacionales que paralizaban gran parte del transporte público, las escuelas, hospitales y oficinas públicas con un movimiento de jóvenes y estudiantes ocupa la Plaza Syntagma. Las convocatorias desde la plaza de los “indignados” griegos eran respondidas por miles de personas que se acercaban al Parlamento para repudiar los planes de austeridad del gobierno griego.
Como señalamos en la revista Estrategia Internacional, en medio de una crisis económica de magnitudes históricas y después de tres décadas de restauración burguesa, comenzamos a ver las primeras etapas de un nuevo período histórico en el que las masas vuelven a escena, que denominamos “primavera de los pueblos”.
La crisis económica, y la incipiente crisis política que ha comenzado a provocar, dieron como resultado un escenario de polarización social y política, donde se expresan dos contracaras de la crisis económica: por derecha, el fortalecimiento de la extrema derecha en Europa y el surgimiento del movimiento derechista Tea Party en EE.UU., y por izquierda la emergencia de procesos de la lucha de clases. Estos procesos se dieron con desigualdades. Por un lado, movimientos de lucha más agudos, como Francia (aunque terminó en derrota), la vigencia de la movilización en el Estado español y la continuidad de las huelgas y movilizaciones en Grecia, donde se da el epicentro de la crisis. La “primavera árabe”, con profundos motores económicos y democráticos, que incluyó diferentes procesos desde el intento de desvío en Egipto y Túnez, donde cayeron las dictaduras proimperialistas, hasta la intervención imperialista en Libia o la represión abierta en el reino de Bahrein. Y por otro lado, los fenómenos anticipatorios que surgen en América latina, donde la crisis aún golpea indirectamente, como muestran la movilización estudiantil en Chile y la lucha de los pueblos originarios en Bolivia.
Nuevas movilizaciones y ocupaciones
El 15 de octubre, miles de personas se movilizaron en más de 900 ciudades en respuesta a una convocatoria hecha en varias páginas de internet, impulsadas por diferentes organizaciones alrededor del mundo. El lema de la jornada era “Es hora de que nos unamos. Es hora de que nos escuchen. ¡Tomemos las calles del mundo!” y llamaba a manifestarse y reunirse en las plazas y las calles. A pesar de no levantar demandas específicas, la mayoría de las marchas apuntó contra la política de los gobiernos de rescatar a los capitalistas y aplicar planes de ajuste cuando millones sufren el desempleo y la pobreza.
Roma y Barcelona fueron las movilizaciones más importantes y volvieron a mostrar la potencialidad de la emergencia de la juventud. Las masivas movilizaciones en Barcelona y Madrid mostraron la vigencia del malestar que motorizó el movimiento de los indignados. En Roma, más de 200.000 personas protestaron contra las políticas de ajuste del gobierno de Berlusconi. Italia además marcó el punto de los mayores enfrentamientos con la policía y los grupos antidisturbios, cuyo despliegue mostró el nerviosismo del régimen italiano que, a pesar de las recientes crisis, viene respaldando el ajuste. Además, desde el 17 de septiembre, un centenar de personas ocupó el parque Zuccotti en Manhattan y llamó a protestar contra Wall Street como símbolo de los codiciosos responsables de la crisis económica, rescatados por el gobierno de Obama. Aunque el movimiento empezó siendo muy pequeño la represión de la policía neoyorkina y el duro discurso del alcalde Bloomberg extendió la simpatía con los manifestantes, que movilizaron a 10.000 contra la represión policial y generó nuevas ocupaciones simbólicas en las principales ciudades. Desde ese momento, los “indignados” estadounidenses vienen cosechando apoyo entre los sindicatos, trabajadores y estudiantes. Aun como movimiento minoritario, la existencia de protestas que apuntan contra los bancos y las empresas y que denuncian la enorme desigualdad social, tiene una gran potencialidad en el marco de una profunda crisis económica, donde mientras el 1% más rico concentra la mayoría de la riqueza, hay 46 millones de personas que viven debajo de la línea de la pobreza, más de 15 de millones de desempleados (según las cifras oficiales, que subestiman la subocupación y quienes ya no buscan trabajo) y enormes sectores de la población que dependen de la ayuda estatal para subsistir. El resurgimiento de marchas coordinadas alrededor del mundo, que no se veían desde las masivas marchas contra la guerra en 2003, y la incipiente movilización en Estados Unidos han reabierto el debate entre muchos intelectuales, medios y los mismos activistas: ¿ha surgido un nuevo movimiento internacional?
A una década de Seattle 1999
Una de las analogías que más debates ha despertado es la comparación con el movimiento que surgió en noviembre de 1999 con la movilización en contra de la OMC (Organización Mundial del Comercio) en la ciudad de Seattle. En esa oportunidad, una alianza inédita de sindicatos y organizaciones juveniles, sociales y políticas se movilizaba contra los aspectos más inhumanos del capitalismo. El repudio a empresas como McDonald’s o Nike se transformó en un símbolo del movimiento que apuntaba contra las corporaciones que se enriquecían con el trabajo de millones de trabajadoras y trabajadores empobrecidos. Como parte de este movimiento, empezó a desarrollarse un ala izquierda que planteaba que el problema era el capitalismo y se movilizaba bajo la consigna “El capitalismo mata, matemos al capitalismo”. En ese entonces el movimiento se expandió rápidamente a Europa mediante movilizaciones que “perseguían” a las reuniones de los organismos como el FMI y la OMC, donde miles se movilizaban de forma organizada y se daban verdaderas batallas campales con la policía y las fuerzas de seguridad. En Estados Unidos, este movimiento motorizó una candidatura a la “izquierda” de los dos partidos tradicionales: Ralph Nader se presentó como candidato del movimiento no-global, aunque con muchos límites políticos (como el planteo “proteccionista” en contra de los productos importados y pequeños mercados locales, en definitiva la ausencia de una alternativa anticapitalista) -hoy algunos analistas plantean que por primera vez desde 1999 podrían confluir el activismo sindical y político, aunque el movimiento actual se encuentra lejos aún de superar la influencia del partido Demócrata sobre sus organizaciones-.
El movimiento desarrolló muchos aspectos progresivos como la crítica al “capitalismo salvaje”, el “instinto” internacionalista de unirse aunque más no sea en las movilizaciones alrededor del mundo y la tendencia en varios lugares a unirse a los trabajadores. Sin embargo, también existieron límites políticos (que son señalados hoy incluso por varios de sus integrantes y referentes) que fueron desgastando el movimiento y desviándolo: la reticencia a la organización política, la influencia de ideologías reformistas y autonomistas y sobre todo la ausencia de una estrategia para triunfar en la lucha contra el capitalismo. Las ideologías que pregonaban la desaparición de los estados nacionales debilitaron la lucha contra los gobiernos que, como se ve hoy claramente (incluso para los propios “indignados”), gobernaron y gobiernan al servicio de los capitalistas.
El movimiento fue creciendo hasta el año 2001, cuando el asesinato del activista Carlo Giuliani en los enfrentamientos durante la cumbre del G8 en Génova llevó al fortalecimiento del ala más reformista y pacifista del movimiento, que ya había iniciado una política de desvío hacia la idea de “Otro mundo posible” patrocinada por el Foro Social Mundial, que inicialmente impulsaban la organización ATTAC y el PT de Brasil, o la idea de “cambiar el mundo sin tomar el poder”, ideología promovida por el intelectual John Holloway. No está de más decir que muchos de estos sectores autonomistas y reformistas terminaron apoyando a varios gobiernos “nacionalistas burgueses” como el de Chávez en Venezuela o el de Evo Morales en Bolivia.
Junto a la impotencia de la estrategia autonomista y el desvío del ala reformista el movimiento entró en un impasse tras los atentados del 11S y la inmediata respuesta guerrerista de Bush, con la cobertura de la ONU, apoyado por la OTAN con la invasión a Afganistán. Este impasse post 11S fue dando lugar en los años posteriores a una “reorganización” o “transformación” del movimiento no-global en un movimiento antiguerra que alcanzó su punto máximo en el año 2003, antes de la invasión de las tropas norteamericanas a Irak. Llegó a movilizar a más de 10 millones de personas alrededor del mundo en acciones simultáneas. Sin embargo el movimiento terminó en una derrota, al fracasar su objetivo central, que era detener la guerra, debido centralmente al rol de las direcciones del movimiento y la ausencia de una estrategia efectiva para frenar la maquinaria de guerra imperialista, empezando por plantear la necesidad de ligarse a la clase obrera –protagonista central necesario para tal fin–.
Intelectuales como Toni Negri, Michael Hardt o Naomi Klein, que fueron referentes del movimiento no-global, vuelven hoy e intentan influir nuevamente a los “indignados”. Es interesante ver cómo algunos de esos referentes, por ejemplo Klein hablando en la ocupación de Wall Street, señaló que uno de los principales límites del movimiento de principios de la década de 2000 fue la ausencia de una organización y el carácter “fugaz” del movimiento: “elegimos las reuniones como nuestro blanco: la OMC, el FMI, el G8. Las reuniones son pasajeras por naturaleza, solo duran una semana. Eso nos hizo pasajeros también. Aparecíamos, salíamos en los diarios en todo el mundo y desaparecíamos”. También decía en la misma charla con activistas: “Ser horizontal y profundamente democrático es maravilloso. Pero estos principios no son incompatibles con el duro trabajo de construir estructuras e instituciones que sean lo suficientemente sólidas para resistir las tormentas que se avecinan”. Y aunque Klein, como otros intelectuales, lo plantean en clave reformistas (ya que son impulsores de ONG y el trabajo con instituciones gubernamentales) este fue un límite real. Aun con esos límites, las actuales movilizaciones todavía no se han convertido en ese movimiento social juvenil que criticaba las consecuencias de décadas de capitalismo neoliberal. Sin embargo la crisis económica, una de las grandes diferencias con el movimiento surgido al final del siglo XX, plantea una de las mayores potencialidades actuales. La emergencia de un movimiento juvenil que salga a las calles contra el capitalismo y la desigualdad social, cuando los gobiernos capitalistas han transformado en cuestión de Estado rescatar a los bancos y las empresas mientras millones de trabajadores y pobres son librados a su suerte, plantea una potencial unidad explosiva con la clase obrera y los sectores populares. A eso le temen los capitalistas y sus gobiernos.
Los indignados: jóvenes sin empleo y sin futuro
Una pancarta en el Estado español, donde surge el movimiento 15M bautizados como indignados, ilustraba el estado de ánimo de miles de jóvenes: “Sin empleo, sin casa, SIN MIEDO”. Este nuevo movimiento está protagonizado centralmente por la juventud, que se ve a sí misma sin futuro dentro de este sistema capitalista que ha extremado las penurias de millones arrojándolos a la pobreza y la desocupación. A su vez al aumentar considerablemente los niveles de precarización del trabajo, que afecta sobre todo a los jóvenes, ha hecho que la ilusión del ascenso social sea una quimera cada vez más lejana para millones de estudiantes, que se ven como futura mano de obra barata.
Este es uno de los poderosos factores comunes que ha encendido la movilización y que ha provocado que jóvenes sin empleo o con empleos precarios luchen a todo o nada en las calles de Egipto y se transformen en el símbolo de lucha en otras partes del mundo. Las plazas “ocupadas” se bautizan Tahrir en homenaje a la juventud egipcia que junto a los trabajadores de ese país derrotaron la dictadura de Mubarak.
Muchos reivindican también el carácter espontáneo y la ausencia de dirigentes y organización política del movimiento juvenil que se viene desarrollando desde comienzos de 2011. Intelectuales como Alain Badiou ya plantearon que la fortaleza de movimientos como el de plaza Tahrir residió en que “el levantamiento popular del que hablamos manifiestamente no tiene partido ni organización hegemónica ni dirigente reconocido. Ya habrá tiempo de evaluar si esta característica es una fortaleza o una debilidad. En cualquier caso, es esto lo que hace que, en una forma muy pura, sin duda la más pura desde la Comuna de París tenga todos los rasgos de lo que es necesario denominar un comunismo de movimiento”. Lamentablemente, en Egipto se ve claramente que la ausencia de centralidad obrera y de un partido obrero revolucionario se ha transformado en una debilidad para el gran movimiento que protagonizó el proceso revolucionario y a la vez en la ventaja con la que cuenta el actual régimen. Este problema se reproduce, a diferentes escalas, en otros procesos. El problema de la organización política es una constante dentro de estos movimientos, donde el repudio a la política de los partidos patronales y los regímenes políticos –cada vez más degradados– se traduce muchas veces en un repudio a los partidos políticos en general. Esto hasta ahora solo ha sido un obstáculo para el avance de los indignados y ha permitido que primen las ideologías reformistas y autonomistas que no plantean alternativa alguna ante la podredumbre de la democracia capitalista. Junto a esto, sigue estando ausente, salvo algunas excepciones de sectores de vanguardia y organizaciones de izquierda, la necesidad de aliarse a la clase obrera, la única clase con un programa capaz de presentar una salida progresiva a la crisis. Desde la FT-CI, allí donde intervenimos, aun con nuestras modestas fuerzas, planteamos la necesidad imperiosa de unirse a la clase obrera, como en el Estado español donde desde la Asamblea de Plaza Catalunya batallamos por esta perspectiva en la Comisión de Trabajadores/as Indignados/as hacia la Huelga General, que ya organizó tres “Encuentros de Trabajadoras y Trabajadores Indignados”. Ante este nuevo momento, la emergencia de la movilización de sectores de las masas empieza a mostrar respuestas a la crisis económica, que degrada las ya sombrías perspectivas del capitalismo. Los capitalistas han dado denodadas muestras de lo que son capaces cuando sus negocios dan pérdidas y los gobiernos ya mostraron en solo cuatro años de crisis al servicio de quién gobiernan.
El movimiento obrero ha salido a resistir estos embates, sin embargo, lo ha hecho hasta ahora con una debilidad que es la baja subjetividad revolucionaria, luego de treinta años de restauración burguesa. A pesar de esto, estamos convencidos de que solo una alianza obrera y popular, encabezada por la clase obrera, independiente de los partidos patronales y los regímenes, puede derrotar el poder de la burguesía.
La potencialidad de un movimiento de jóvenes que cuestione el capitalismo y la política de los gobiernos capitalistas en momentos de una profunda crisis –una situación muy diferente a la de comienzos de la década de 2000– es un hecho innegable. Sin embargo, la movilización de las masas, aun con gran combatividad, hace evidente la necesidad de construir fuertes partidos obreros revolucionarios, con un programa y una estrategia revolucionaria para derrotar a los capitalistas y sus gobiernos e imponer su propio Estado.